A mí no me parece mal que, por consideración a las personas que sienten la pérdida y por una suerte de sentimiento humanista, cuando se produce el fallecimiento de una persona de relevancia pública se guarde cierto respeto al finado y las críticas más duras que aquella mereciese se dejen para un momento distinto del inmediatamente posterior. Esta forma de proceder, por otra parte, está bastante arraigada porque todavía le tenemos una cierta consideración a la muerte y sus ritos, y escupir sobre el nombre del difunto cuando el cuerpo está aún caliente nos produce estupor por mucho que la persona de que se trate no fuese singularmente acreedora de la cortesía. El error de Podemos negándose a participar en el Pleno del Congreso en un minuto de silencio por la repentina muerte de la senadora Barberá no ha sido, precisamente, un acierto, porque de la reverencia hacia la muerte no se libra en este país ?en parte, por fortuna- ni la más rompedora contracultura. Con este desprecio parecen demostrar que no conocen tanto a la sociedad española que dicen haber diseccionado con precisión científica, en su experimento político-sociológico. A ello se suma el envenenamiento de la vida política asociado a un gesto de este carácter, que es, además, pueril y gratuito.
En el caso de Barberá, por otra parte, el PP ha tratado de enmendar su sentimiento de culpa con una reivindicación furiosa de su legado, sin ningún reparo, tratando de extender, de paso, el reproche a los críticos como escudo protector frente a las censuras a su corrupción. Claro que Rita Barberá era merecedora de todas las garantías en la instrucción penal del Caso Taula; y es cierto que en este país, y sobre todo, en las redes sociales, la mesura brilla por su ausencia y la invectiva inquisitorial está a la orden del día, a despecho de cualquier procedimiento judicial. Pero de ahí a pintar como desalmados a los que han denunciado durante años, a veces bajo un verdadero hostigamiento en todos los dominios, la corrupción masiva del PP, media un mundo. Y que voces como la del portavoz parlamentario del PP (que tachó de «hienas» a quienes acusaban a Barberá) y ¡el propio Ministro de Justicia! se sumasen a esa oleada de dedos acusadores en ánimo de revancha, denota las ganas que tenían de lanzar cualquier cosa frente a quienes han denunciado los manejos cleptócratas de muchos líderes del PP levantino. Por otra parte, en el clima de duelo ha pasado casi inadvertido que Rajoy haya reconocido que habló con Rita Barberá previamente a su declaración en el Tribunal Supremo para darle ánimos (pedirles aquello de «sé fuerte» parece su especialidad), lo que en circunstancias normales y en un país serio constituiría un escándalo de primera que le costaría su dimisión.
El fenómeno vivido en los últimos años en el PP de la Comunidad Valenciana o de la Comunidad de Madrid, por poner los dos casos más significativos, debe causar vergüenza en sus propias filas. El propio partido, como persona jurídica, está imputado en el citado Caso Taula y en el de la destrucción de los ordenadores de Bárcenas. Antes que parapetarse en el final repentino y trágico de la ex alcaldesa de Valencia, deberían iniciar, allí y en otras muchas partes de España, un proceso creíble de erradicación de las prácticas deshonestas y de revisión de una historia reciente manchada hasta las cejas por la corrupción. Ni su victoria electoral de 2016 ni la falta de consistencia de las alternativas ni la elevación de Barberá a la condición de mártir de la presunción de inocencia deberían impedir un proceso de verdadera regeneración, que no parece estar entre sus prioridades.
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