Permítanme que comience con una declaración de principios. Procedo de una familia de clase trabajadora, crecí en un barrio obrero, estudié en centros públicos y la mía fue la primera generación en toda mi familia que accedió a los estudios universitarios. En la época y zona en la que me crié, mediados de los ochenta y en el barrio de La Calzada de Gijón, era impensable que alguien no se declarara de izquierdas. Claro que había gente que manifestaba ser de derechas, pero éstos eran tan exóticos en el microcosmos en el que crecí como aquel Pompeyo Guimarán, ateo oficial en la muy conservadora Vetusta descrito por Clarín en su inconmensurable obra La Regenta (por cierto, aún recuerdo con nostalgia como me saltaba las clases de matemáticas en el Instituto de Secundaria Padre Feijoo para refugiarme en la biblioteca a leer con fruición la historia de Ana Ozores de Quintanar). Todos los que pasamos nuestra adolescencia entre reconversiones industriales, paro galopante, manifestaciones, huelgas generales o «del sector» y heroína en las calles, miramos con un cierto escepticismo a estos «jóvenes airados», hijos de la clase media (no hay más que mirar los antecedentes familiares de la mayoría de los dirigentes de Podemos) que con una clara dosis de «postureo» y un innegable oportunismo, se erigen en representantes de los más desfavorecidos, mientras que en su fuero interno desprecian a lo que el gran líder Pablo Iglesias Turrión denominó con un lenguaje propio de los años treinta del pasado siglo el «lumpen proletariado». Ciertamente, así los definió el «Gran Timonel» podemista cuando, durante la charla de presentación de un libro, relató su enfrentamiento a puñetazos con un grupo de «gentuza de clase mucho más baja que la nuestra». Pues bien, todo este pedigrí proletario que invoco, sólo me sirve para una cosa y es para afirmar que sé de lo que hablo cuando les digo que, tal como señala la periodista norteamericana Brooke Gladstone, «los pobres, en su conjunto, son un grupo tan poco homogéneo como cualquier otro». Y si algo me queda de esa difusa «conciencia de clase» de la que hablan los numerosos pensadores pseudomarxistas , postmarxistas, postmodernos o vaya usted a saber, que pululan por los medios de comunicación supuestamente progresistas, puedo asegurarles que no hay nada que moleste y repugne más a los de «mi clase» que la superioridad moral y la condescendencia con la que son tratados por todos esos medios a la hora de relatar los problemas cotidianos a los que se tienen que enfrentar millones de ciudadanos en su día a día ante la crisis. En mi bloque de viviendas, cuando yo era un niño, todos conocíamos a aquellas familias de vecinos que se veían imposibilitadas de pagar la cuota mensual de la comunidad de propietarios, a las que las compañías suministradoras habían cortado el suministro de electricidad y gas por falta de pago (creo que ahora se llama pobreza energética, aunque yo lo llamaría pobreza a secas) y que «debían» en la tienda de ultramarinos en la esquina. Todos convivíamos con ello, ayudábamos en la medida de lo posible (asumiendo, en su caso, los gastos comunitarios a los que ellos no podía hacer frente), respetábamos sus dificultades y los tratábamos con dignidad, entre otras cosas porque sabíamos que tal como estaba la situación, nosotros podíamos ser los siguientes. Por eso, créanme si les digo que he tenido que apartar la vista y he sentido un malestar que llega a lo físico, viendo todos esos programas de televisión que meten sus cámaras en viviendas humildes, mostrando al público los signos de pobreza material de las mismas, mientras sus cariacontecidos moradores van relatando, generalmente sentados en un sofá de su sala de estar, sus penurias y miserias, supongo que como un peaje que tienen que pagar para dar visibilidad a su situación y poder recibir así la visita de los servicios sociales correspondientes.
En el prólogo de su libro «España» (1931) Salvador de Madariaga cuenta la anécdota de un jornalero andaluz, el cual, arrojándole a la cara las monedas que el cacique le había dado por votar al candidato de su cuerda, le espetó «en mi hambre mando yo». Pues eso.
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