Nadie pensaba que iba a ocurrir y ocurrió: el Reino Unido abandona la Unión Europea y Donald Trump ganó las elecciones. En Bruselas se hizo un pesado y sudoroso silencio. Es mucho todo lo que está en juego: el comercio internacional, las paridades monetarias, los acuerdos sobre el cambio climático, la seguridad, la defensa. Decía uno de los padres fundadores de la actual Unión Europea, Jean Monnet, que los europeos sólo somos capaces de avanzar a hostias, a golpes de crisis. Pues seguramente tenía razón. La pregunta es clara: ¿para qué queremos la unión?
Europa ha dejado de tener una razón de ser o, al menos, eso parece. Se nos está muriendo de éxito. La unión nació para garantizar la paz después de siglos de guerras y matanzas, desde la edad media hasta 1945. Pese a la tragedia de los Balcanes a finales del siglo XX, ese espectro ya no corre por la vieja Europa. ¿Había que resolver el problema de la enfermiza Alemania?: pues ya purgó su crimen y se reunificó. ¿Había que curar a pueblos intolerantes y amantes de las dictaduras como España y Portugal?: pues hoy son las sociedades menos xenófobas y autoritarias del continente y las únicas que no ceden al nuevo fascismo. ¿Había que resistir frente a la Unión Soviética?: pues ya no existe. ¿Había que negociar con los países comunistas del centro y del este?: pues pertenecen ya a la unión.
El problema es que un profundo pesimismo se ha instalado entre los europeos, justamente en nuestro mejor momento histórico. Decía Gibbon que es característica de la contemporaneidad minimizar los logros y maximizar los defectos. A este respecto, los profesores, los que trabajamos en el conocimiento, tenemos una relativa obligación a pensar a contracorriente y no someternos a las ideas aceptadas acríticamente. Hoy miramos a esta Europa y nos parece que todo marcha de mal en peor: todo se hunde, avanzan los populismos e incluso unos neofascismos, el terrorismo yihadista alimenta los peores instintos xenófobos y autoritarios, los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres. Los extremistas, con una mezcla de apocalipsis y demagogia, nos avisan de que el islam vuelve con un programa calculado para acabar con nuestros valores. Hasta el papa Francisco, un hombre razonable y sensato, ha llegado a decir que ya estamos en la tercera guerra mundial.
Las nuevas generaciones de europeos han olvidado nuestro pasado más reciente, cruel y sanguinario, como los nuevos españoles desconocen que tenemos miles de cadáveres en las cunetas, en las simas y en los montes. Nos creemos hijos del neolítico, agricultores sosegados y pacientes, pero seguimos siendo cazadores, con un cerebro atento a un mundo que consideramos hostil. Por eso no sabemos gobernarnos. Por eso no entendemos la idea de Europa.
Pero Europa debe permanecer unida y avanzar en la integración. Trump y el Reino Unido nos están dando la posibilidad. El “brexit” puede ser un impulso para profundizar en la unidad europea, un impulso para recuperar la solidaridad y la integración. Nos hemos desembarazado de un socio que siempre puso vetos y frenos, además de ser el caballo troyano de los Estados Unidos en nuestra estructura económica. Tal vez habremos de dar más pasos en ese sentido: expulsar de la unión a unos cuantos países más. Que regresen al eje Londres-Washington o al eje Moscú-Ankara y, de paso, sanearemos nuestras maltrechas arcas. Tal vez así la Unión Europea abandonará su pasividad y su debilidad en política exterior, particularmente en su nefasta gestión de la crisis de los refugiados y en la cooperación internacional.
Lo que algunos ya llaman la «trumpeconomics» debería empujar a Bruselas hacia la expansión y la unidad fiscal, hacia un marco único de relaciones laborales, hacia un Banco Central Europea que lo sea de verdad, emisor e interventor, hacia la unidad política. Y aquí entramos en una de las cuestiones más espinosas: la defensa. Durante décadas los Estados Unidos han sido de Marte y Europa de Venus. Mientras Washington gastaba cientos de miles de millones en defensa y seguridad, los europeos dedicábamos nuestros recursos a otras cosas, bien cómodos bajo el paraguas norteamericano. Y, a la vez, nos permitíamos el lujo de tildar a los estadounidenses de imperialistas y criminales, cuando ellos ponían los muertos (casi todos negros o hispanos) para que todos tuviéramos petróleo barato.
La Unión Europea ha de ser consciente de que ya no puede depender de «mamá yanqui». Ahora es el momento de actuar. Los norteamericanos no van a vigilar la seguridad de Europa para siempre. Tenemos que hacerlo nosotros mismos y por eso necesitamos un nuevo enfoque, incluyendo un ejército. Hemos de aprender a vivir sin el sombrero del «tío Sam». Ha llegado la hora de la política europea de defensa. Si, como decía Monnet, la integración europea sólo avanza a golpes de crisis, el binomio «brexit-Trump» no deja otra alternativa. Es la gran posibilidad.
Luis XVI escribía «nada» en su diario excepto cuando cazaba o enfermaba. En los episodios iniciales de la revolución escribió «nada» una y otra vez. El pobre perdió la cabeza. La noche anterior escribió «nada». Es lo mismo que escriben algunos en Europa tras el «brexit» y la victoria de Trump, que son dos cosas muy ligadas la una a la otra. «Poco o nada va a cambiar» decía Rajoy hace unos días. «Nada», como Luis XVI.
Europa es pequeña. En medio siglo hemos pasado de ser el 25 por ciento de la población mundial a ser el 5, y con todo lo que sucede en África y en Asia, nuestras fronteras, más el panrusismo zarista o estalinista que Putin impulsa por el este, ser pequeños es un problema. El euroescepticismo tiene una narrativa que apela al corazón, a una vaga idea de libertad, a una independencia decimonónica, tal vez a la épica y al espíritu, al «volksgeist». Nadie en Bruselas tiene algo equivalente porque se recrean en la burocracia y entienden Europa como una oficina, en vez de como una vieja idea, un ideal que se remonta a los tiempos griálicos.
Alemania aspira a liderar la política europea de seguridad tras la salida del Reino Unido y la victoria de Trump. Tras años de continuas reducciones, Berlín acaba de decidir un incremento del presupuesto de defensa porque ha decidido tirar a la basura su memoria de camisas pardas. A partir de ahí se abren dos opciones. La primera: más OTAN y menos Europa, muy del gusto de los altos jefes militares, sobre todo de los del este de la unión. Pero seguir priorizando la vía euroatlántica es condenarse permanentemente a la adolescencia política, reconocer la subordinación a una potencia extranjera y renunciar a tener una presencia real en el mundo. A Alemania se le presenta la posibilidad de convertirse en el actor principal de las etapas que quedan por recorrer, desembarazada ya de sus culpas históricas. Ya es el actor principal en el terreno económico y ahora queda por ver si es capaz de serlo en otros ámbitos. Y otros tres países deberán asumir su responsabilidad: Francia, Italia y España. La Unión Europea debe optar entre ser una copia burda de los imperiales Estados Unidos o ser una potencia civil con capacidad militar que sea capaz de gestionar las crisis y de prevenir los conflictos. Monnet lo dijo: avanzamos a hostias. Ahora o nunca.
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