Cuando todo es pura farsa, resulta difícil distinguir entre lo real y lo simulado. Llega un momento en el que nada sorprende, todo se asume y cualquier planteamiento se justifica en función de las respectivas posiciones políticas. Y por ello, en ocasiones es necesario que un hecho extraordinario sacuda la actualidad para que todos se retraten y sea posible situar a cada uno en su exacta ubicación moral. La muerte de Rita Barberá ha actuado en este sentido como un detonante que ha abierto en canal a nuestra clase política, sacando a la luz sus vergüenzas y haciendo aflorar lo peor de cada uno. Lo primero es decir que Rita Barberá nunca debió postularse como senadora sabiendo que iba a ser investigada. De no haberlo hecho, se habría ahorrado muchos problemas y se los habría evitado a su partido.
Dicho esto, resulta contradictorio que el PP se deshiciera ayer en elogios hacia ella cuando hace dos meses la expulsó, y cuando desde la dirección de Génova se afirmó que no cumplía los requisitos de «dignidad» y «ejemplaridad» exigibles a cualquier político. Incoherente es también que Rajoy la aupara al Senado y la blindara en la diputación permanente cuando ya eran públicas las supuestas irregularidades, y la expulsara luego ante la presión política, desentendiéndose de su situación judicial con el argumento de que ya no era militante. Si existió esa «cacería» que denunciaban ayer los populares, el PP también participó en ella.
Incongruente es de igual modo que el mismo PSOE que exigió la dimisión inmediata de Barberá, antes incluso de ser investigada, no se la pidiera jamás a Chaves y a Griñán estando ya imputados, y que estos dimitieran solo meses después, cuando les vino en gana. Y resulta impresentable que la popular Celia Villalobos culpara ayer a la prensa de haber «condenado a muerte» a Barberá o que José María Aznar aproveche su fallecimiento para cargar contra su partido. Pero, al margen de esos graves errores y excesos, la muerte de Rita Barberá ha servido ante todo para poner de manifiesto el grado de abyección que anida en la forma de entender la política que tiene Podemos, y muy concretamente su líder, Pablo Iglesias.
Negarse a guardar un minuto de silencio en un pleno que comenzaba poco después de que la senadora falleciera a escasos metros del Congreso demuestra un odio y una falta de humanidad difícilmente superables. Pero regocijarse en esa actitud desalmada, mostrarse «orgulloso» de una vileza semejante y sentir la necesidad de humillar a un rival político incluso en el momento de su muerte diciendo que su vida «está marcada por la corrupción», sin que exista además una sentencia que acredite tal afirmación, refleja la ausencia de cualquier principio moral. Sabemos que Iglesias acostumbra a transformar cualquier hecho político en un espectáculo a su mayor gloria. Pero utilizar la muerte de una persona para convertirse de nuevo en protagonista supera cualquier exceso político y solo demuestra su absoluta indignidad personal.