De aquellos polvos de lo políticamente correcto, estos lodos del populismo

OPINIÓN

20 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

«Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos».

Usher II (Crónicas Marcianas) de Ray Bradbury 

La democracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias al sentimiento común y a la educación, podemos acceder a ese punto de vista universal que es el que forma al ciudadano. Pero ya desde las antiguas democracias, la élite recelaba del pueblo y a veces lo acusaba -a todo el pueblo entero o a una parte al menos- de faltar a lo universal, de estar demasiado pendientes de sus propias pasiones e intereses particulares en detrimento de lo común. La dictadura de lo políticamente correcto lleva décadas persiguiendo y actuando contra el elemento popular que se opone a admitir que el bienestar debe prevalecer frente al bien, que la facilidad es más importante que la realidad, que la máxima preocupación debe ser el presente, antes que el porvenir y que la masa está siempre en un plano superior al individuo.

El acceso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos es la culminación de los destrozos provocados por la dictadura de lo políticamente correcto, de regular a través de la ley todas las diferencias entre los ciudadanos; ignorando que la ley, como norma general, debe tener vocación para la generalidad y la abstracción; y de generar con ello factores discriminadores de cualquier índole, en lugar de eliminarlos. El totalitarismo de lo políticamente correcto ha impuesto que se ha de estar con el más débil, y para ello sitúa al individuo en permanente estado de culpa: los hombres frente a las mujeres, los ricos frente a los pobres, los maestros frente a los alumnos, los blancos frente al resto de razas, los heterosexuales frente a homosexuales y lesbianas, los católicos frente a los ateos o frente a otras confesiones, los empresarios frente a los trabajadores; los primeros son culpables y hay que conseguir que se sientan culpables. Y si alguien osa levantar la voz, no será raro que se le insulte como reaccionario, insolidario, neoliberal o las tres cosas a la vez.

Desgraciadamente, no sólo la izquierda ha vehiculado lo políticamente correcto, en coherencia con sus tesis ideológicas. El pensamiento único ha permeado todas las ideologías: la derecha habla de equidad. Equidad, igualdad, nivelación, lecho de Procusto... son distintas designaciones para una misma realidad, definida y sancionada por los gobiernos con el asentimiento activo o pasivo de los gobernados infantilizados por la propaganda masiva, la educación en manos de políticos y las costumbres del estatismo. 

Trump, primero venciendo las primarias y ahora ganando las elecciones, ha derrotado en primer término a la dócil pusilanimidad del partido republicano frente a la dictadora de lo políticamente correcto, y a continuación al establishment demócrata que se ha dedicado en los ocho años del mandato de Obama a laminar a la clase liberal, mecanismo de defensa contra los peores excesos del poder, que posibilitaba formas limitadas de disidencia y cambio, y servía como baluarte contra los movimientos más radicales, ofreciendo una válvula de escape para la frustración y el descontento popular. 

Atacando, menospreciando y combatiendo los pilares del orden social-liberal, la dictadura de lo políticamente correcto ha abierto la puerta a los populismos. Las clases más pobres, e incluso la clase media, han sido desposeídas de un contrapeso efectivo y se les ha impuesto unas reglas consensuadas de convivencia, una regla ética ciudadana, llevada hasta el extremo de impedir que se desarrolle el pensamiento libre -ya que a fuerza de no poder decir nada se acaba por no pensar nada tampoco- que ha creado un profundo vacío en la vida política, ocupada ahora por los populistas. Este debilitamiento de la ciudadanía es un recordatorio de que el populismo y la demagogia son, más que antítesis de la democracia, un reverso que proyecta su sombra sobre ella, alentando la formación de masas agradecidas, en lugar de ciudadanos autónomos, a través de las ideas populistas, intervencionistas y tecnocráticas.

En el enésimo ejercicio de fariseismo político, la dictadura de lo políticamente correcto -la de izquierdas y la de derechas- nos quiere imponer ahora el deber de demonizar los triunfos de Trump, del Brexit, de Syriza, los avances de Podemos y Le Pen, y el rechazo del pueblo colombiano, referendum mediante, a convertir su país en un narco-estado marxista. ¡Como si la solución al populismo emergente fuese el populismo de los que transitan, sin solución de continuidad, desde la dictadura de lo políticamente correcto!. Y todo ello con el objetivo de no dejar ni el más mínimo resquicio para asumir los fracasos que nos han llevado a que el populismo esté logrando un caldo de cultivo en nuestras sociedades, y que aglutina a cada vez más votantes anti-sistema. Votantes hastiados y hartos del espíritu de gentleman agreement con que se hace el reparto de cargos y mandatos, con menosprecio de todo espíritu democrático, presidido por una atmósfera de pensamiento dominante -de discurso oficial único- al que eufemísticamente se llama consenso, y cuyos acuerdos camuflados allí donde se espera debate de opiniones, cuya distorsión del lenguaje allí donde se espera transparencia, dañan mucho más la democracia que los propios movimientos populistas.

La corrupción política, el despilfarro del dinero público que hipoteca el porvenir de los países, el desempleo y desigualdades fiscales y sociales generadas por la aplicación de las falacias igualitarias y la demagogia que promete unos derechos cada vez más extendidos en detrimento de una economía sana y del principio de responsabilidad individual -todo ello consagrado en los altares de lo políticamente correcto- son los nutrientes del populismo que le hacen crecer con vigor.

Al populismo no se le combate rasgándose las vestiduras, ni con discursos del miedo, ni tratando de establecer como contrapeso una ordenada gestión tecnocrática alejada de toda influencia ideológica y política -a la que erróneamente se le llama centrismo-, sino ofreciendo un nuevo paradigma político, social y económico basado en la libertad de hacer y pensar, en el esfuerzo personal y en la no injerencia estatista. Un nuevo paradigma alejado de la lucha clasista, alejando del igualitarismo basado en la reivindicación de los derechos suplementarios -que es la negación de la primacía moral del individuo frente a cualquier colectivo- y alejado de la intervención social y económica utilizada para estos fines que ha impuesto la dictadura de lo políticamente correcto. Un nuevo paradigma capaz de aglutinar a una mayoría amplia de ciudadanos para ofrecerles una nueva perspectiva de futuro ejerciendo pequeños, muchas veces imperceptibles, actos de desafío -de capacidad para decir no- que la propaganda de lo políticamente correcto quiere erradicar y que el populismo, en ningún caso, pretende restituir.

Estando dispuestos a desafiar esas fuerzas, tendremos una oportunidad, si no para nosotros mismos, si al menos para los que vengan detrás.