Todos hemos conocido a alguno. Todos hemos sido, alguna vez, uno de ellos. Ocurría con frecuencia en la edad adolescente, cuando el noble arte del ligoteo exigía mudar de opinión cuantas veces lo requiriese el acercamiento al objetivo prefijado. Uno podía pasar de beber litronas con los amigotes al son de Extremoduro a tararear sibilinamente el último hit de Enrique Iglesias en cuanto se aproximaba la normalmente inconsciente destinataria de nuestros amores. Otras veces el fenómeno se adelantaba y las causas podían no ser tan bucólicas. Compartí clase en la EGB con un chico pusilánime y algo atolondrado al que los abusones de turno no paraban de zaherir en los recreos. La táctica era siempre la misma: le hacían una pregunta y daba igual cuál fuera su respuesta, porque los interrogadores aseguraban que su contestación era errónea y aprovechaban para zurrarle. A última hora, no sé si por cansancio o por resignación, en cuanto los otros le cercaban él solicitaba, dócil: «¿Qué tengo que decir?». He de decir que al pobre no le fue mal. Le perdí la pista hasta que, hace unos años, llamaron a la puerta de un semanario en el que yo trabajaba y, cuando abrí, me encontré bajo el umbral a dos individuos que decían venir en representación de la UGT a preguntar si en nuestra empresa los empleados nos habíamos constituido en comité. Reconocí en uno de ellos un rostro familiar, y al cabo caí en que se trataba de aquel niño inocente y como sin espíritu con el que había compartido pupitre entre primero y octavo. «Hombre, Fulano, ¿qué es de tu vida? ¿En qué trabajas?», le pregunté. «Aquí me tienes», me contestó ufano, «ahora soy sindicalista».
Por todas esas razones creo que no valoramos lo suficiente a Antonio Hernando. Un tipo capaz no ya de cambiar de opinión, sino de pensar a la vez una cosa y su contraria y tener arrestos para defender ambas en días consecutivos sin que se le afloje el nudo de la corbata ha de tener un pasado digno de admiración. O bien fue un ligón impenitente o bien tuvo que soportar los abusos y las chanzas de quienes eran más fuertes que él, y en ambos casos la experiencia le sirvió para fabricarse una coraza que le protege de muchas cosas, pero que sobre todo le ha proporcionado la vacuna contra el sentido del ridículo. No me cuesta imaginar el descojono en la gestora cada vez que le llaman a capítulo. Puedo ver perfectamente a Javi, Susi y Edu, los pies descalzos en la mesa, dándose risotadas y codazos antes de proferir el «Antoñito, pasa, que vamos a darte la consigna». Le veo entrar, apocado y temeroso, y tomar asiento frente al sanedrín del nuevo socialismo; le veo asentir despacio y murmurar un «pero esto no fue lo que me dijisteis ayer» y luego abandonar el despacho y regresar cabizbajo por los pasillos de Ferraz susurrando un «ya me la ha vuelto a armar esta banda de cabrones» mientras en el interior de la sala el tripartito con poder, pero sin mando, se carcajea entre exabruptos tabernarios. Contra quienes piensan que Antonio Hernando es un traidor, un vendido o un veleta sin otro principio que el de llenarse los bolsillos mientras pueda, siempre dentro de los márgenes legales, yo veo a un mártir de la causa que ha tenido que entrenarse duramente para adquirir el cuajo imprescindible con el que envolver de retóricas vacías la indigencia intelectual. Cualquiera puede, en un momento dado, convertirse en un Pedro Sánchez, un Borrell, un Zapatero o un Felipe González. Ser Antonio Hernando, en cambio, está al alcance de unos pocos cualificados. Hay que ser aguerrido. Hay que tener temple. Hay que echarle cara. Y sobre todo hay que salir de casa cada mañana sin caer en la tentación de mirarse brevemente en el espejo.
Comentarios