Mentiría si dijese que no me sorprendió lo de Trump, porque pese a todo uno quiere creer que es falso el tópico manido que asevera que el sentido común es el menos común de los sentidos. Mentiría también si dijese que considero el resultado de las elecciones estadounidenses fruto de una extravagancia o una mera anécdota fundamentada en la irreflexión del electorado. Cuando se van encadenando en tan poco tiempo eslabones que conforman una cadena desasosegante -lo de Trump, lo de Colombia, lo del Brexit, lo probable de Marine Le Pen-, no cabe otra que concluir que algo huele a podrido en occidente y tentarse mucho las vestiduras ante lo que pueda estar por venir. En estos casos ocurre con la culpa lo que a menudo pasa con la lotería de navidad: siempre anda repartida, pero quienes dan las cartas suelen olvidarse de servirse a sí mismos, en un gesto que denota por un lado su incompetencia y por otro la escasa voluntad de dar tratamiento a una gangrena que amenaza con no tener otra salida que la amputación.
En los Estados Unidos no es fácil votar. Hay que ausentarse del trabajo, inscribirse en un registro, recorrer en muchos casos varios kilómetros hasta llegar al colegio electoral, manejar una máquina cuyos resortes no deben de ser sencillos -a juzgar por los líos que se montan siempre por allí- y emprender luego el camino de vuelta para reincorporarse a las obligaciones laborales, si es que en el tráfago no se ha agotado la jornada entera, o regresar a casa con la sensación de haber perdido todo un día en tareas que quizá no resulten muy fructíferas. Quiero decir con esto que para votar en los Estados Unidos hay que estar verdaderamente convencido, tener claro que uno quiere confiarle a una persona concreta el destino inmediato de la nación, mantener cierta ilusión en el progreso y en el bien común y en los principios que deberían guiar a las democracias que sostienen esta parte del mundo. Me temo que es ahí donde falla la cosa. También que es eso lo que menos quieren ver quienes con alegría inconsecuente culpan del asunto al analfabetismo de una parte de la población, a la desinformación de ciertos sectores de la ciudadanía y al escaso bagaje democrático del que, en general, adolecen nuestras sociedades. Hubo el otro día, tras conocerse el recuento electoral del martes negro, quienes se apresuraron a decir que convenía arrebatarles el derecho al voto a aquellas personas que no tuvieran una formación académica acreditada. También quien se refirió con palabras gruesas a los electores de las zonas rurales o los pobladores de los arrabales en los que ha hecho su nido la desesperanza. Es muy cierto que los populismos han conseguido grandes avances en este último lustro, pero también es verdad que los populismos triunfan cuando falla todo lo demás. La izquierda que tanto se lamenta por la victoria abrumadora de Donald Trump, y que no deja de alertar del riesgo verdadero de que retornen los fascismos, más o menos camuflados, debería preguntarse qué ha hecho ella no ya por revertir la situación, sino por impedirla, en una época en que las alusiones a la clase trabajadora han quedado veladas por la invocación a la gente, así en abstracto, al tiempo que se sustituían los discursos de profundidad por corazoncitos y eslóganes tuiteros y la socialdemocracia se mostraba encantada de haberse conocido para no tener que analizar si le salió rentable su rendición sin condiciones al discurso capitalista y la desatención constante con que ha venido premiando a quienes una vez confiaron en ella y le dieron el estatus que ahora, progresivamente, va perdiendo. Es muy difícil pensar en el bien común cuando uno habita en las periferias de Philadelphia o de Miami y el sueldo no le da para comer todos los días. Es muy fácil ponerse estupendos sin pensar en que aquellos que trabajan durante nueve o diez horas al día a cambio de un sueldo miserable no quieren que se apele a los buenos sentimientos ni que les recomienden lecturas de los teóricos de la progresía del momento, sino ver recompensados sus esfuerzos con una vida digna en la que dejen de ser mano de obra barata para convertirse en personas. La Revolución Francesa no empezó porque en París todos se hubiesen puesto a leer a Rousseau ni compartiesen los postulados enciclopédicos de Diderot y D’Alembert. Los parisinos tomaron la Bastilla porque acababa de subir el precio del trigo y muchos se vieron abocados a morir de hambre. El 15 de mayo de 2011 yo, que sí anduve por las plazas, vi a gente de mi edad aseverar muy satisfecha que nunca hasta entonces se había parado a pensar en la política. Esa expresión pretendía dar fe del éxito del movimiento y lo lograba, pero también era la explicación del fracaso de muchas otras cosas. Mientras los socialdemócratas sigan secuestrados por la indigencia intelectual de una gerontocracia ideológica obsoleta que está presa de sus propias y abundantes contradicciones, mientras la nueva izquierda ande enfrascada en debates bizantinos y autocomplacientes en torno al sexo de los ángeles, ahí fuera hay millones de personas que sólo quieren llevar una vida que merezca recibir tal nombre. Donald Trump es un personaje execrable y seguramente también un loco peligroso, pero en su campaña electoral hizo dos cosas que no se estilan mucho en la política contemporánea: prometió puestos de trabajo y dijo cómo iba a crearlos. No sé si todos los que le votaron le creyeron. Yo no lo habría hecho ni le habría otorgado mi confianza, pero yo sólo me represento a mí mismo y no puedo pretender que mi voz sea la conciencia colectiva de un país o de una clase social. De lo que estoy convencido es de que muchos de quienes eligieron la opción de Trump lo hicieron porque no encontraron un palo mejor del que agarrarse. En política el triunfo del ganador casi siempre es consecuencia del fracaso del adversario, y la izquierda se está revelando como el único animal capaz de tropezar cien mil veces en la misma piedra. El futuro ya ha llegado, y no podemos decir que es inmerecido porque se trata, exactamente, del que nos merecemos. Por eso es muy probable que acabe siendo una perfecta mierda.
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