«¡Perdimos!», clamó el grito en la noche como una bofetada en medio del desierto. Paseaba por el casco antiguo de una ciudad gallega junto a un poeta y un programador de cine, que ya son ganas de buscarse malas compañías, cuando la voz cuajada de cervezas y gin-tonics quiso oficiar de despertador de unas conciencias abotargadas por el emplaste de los discursos oficiales y la retórica falsa de los expertos en la nada. «¡Perdimos!», profería el bramido que resquebrajaba los cristales y expandía su eco por callejas, plazuelas y recodos, doblaba las esquinas que trazaban los ábsides de las iglesias y se diluía más tarde en torno al río, allá donde los manantiales efervescentes templaban su fortuna balnearia. «¡Perdimos!», y la exclamación me acompañó a lo largo de toda la noche, y lo hizo aún al día siguiente, y lo sigue haciendo ahora que han transcurrido varias jornadas hasta ésta en la que escribo estas líneas que no dejan de ser una constatación del desconcierto.
Perdimos. Lo recordé en la noche del domingo, cuando ya en casa encendí la tele y vi a Pedro Sánchez anunciando el inicio de su road movie solitaria en pos de lo poco que pueda quedar del socialismo, y volví a recordarlo cuando escuché cómo sus oponentes intentaban denostarlo calificando lo suyo de quijotismo, evidenciando que jamás han leído a Cervantes e ignorando que ellos no tienen nada que ver con el buen Sancho y sí mucho con todos los curas y barberos de los que tantas sobredosis hemos padecido entre los desmoronados muros de esta España de charangas new age donde algunos se mueren por bailar al son de panderetas rocieras. Perdimos. Me vino el mantra a la cabeza al leer a jóvenes aprendices de gurú escribir tuits y artículos en los que, en vez de defender el criterio propio del que carecen, se ocupan de reproducir fielmente los dictados de turbios secretarios de organización, burdo remedo de aquellos hombres grises con aspecto de gestores que les robaban el tiempo a los mortales para fumárselo a mayor beneficio de inventario, siempre atendiendo al ordeno y mando de una Susana Díaz que se atreve a decir, ella, que éste no es tiempo de personalismos. Perdimos. Me lo repetí cuando me enfrenté en riguroso diferido a algunos momentos selectos de la sesión de investidura triunfal y vi al rufián barcelonés prodigarse en sandeces entre los aplausos de una supuesta izquierda salvadora, y a los diputados de Ciudadanos salir del hemiciclo entre insultos, y a Pablo Iglesias repetir las monsergas de siempre sin percatarse de que sólo le falta quemarse a lo bonzo para que lo suyo termine definitivamente hecho cenizas, y tras no ver a un Alberto Garzón que hace tiempo que no está ni se le espera. Perdimos. Lo constaté cuando escuché a Rajoy humillar sin disimulos al PSOE mientras Antonio Hernando cobraba sus treinta piezas de plata y el community manager o dircom de Ferraz 70 enfangaba aún más la imagen de quienes le pagan el sueldo desplegando en las redes sociales un abanico de incongruencias con las que se insultaba a cualquier inteligencia merecedora de tal nombre. Perdimos. Y tuve la certeza definitiva cuando saltó la historia del pisito de Ramoncín Espinar y al susodicho no se le ocurrió mejor cosa que explicar a la concurrencia que en su boyante operación inmobiliaria no hubo beneficios, sino una diferencia de 19.000 euros entre el precio de compra y el precio de venta. Perdimos, sí, y todo este pandemónium lo resumió con brutal elocuencia un tuitero en sólo dos palabras: «Jódete, Marx».
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