Año 2016. Han pasado 41 desde el fin de la dictadura. Es casi la edad media de los españoles: 42,7 años, según datos del INE a enero pasado. Doce millones de votantes (alrededor del 35 % del censo) no habían nacido cuando Franco murió. Pasó ya más tiempo desde que reestrenamos la democracia que lo que duró el régimen surgido de la Guerra Civil. Con todo, estos días, en el debate que pondrá fin a la anómala situación que duró más de trescientos días, se ha vuelto a utilizar el recuerdo del ignominioso pasado como si no hubiese más argumento. Y, sobre todo, como si para esa porción tan numerosa de población que ya casi no recuerda quién fue Santiago Carrillo le importase algo que el fundador de un partido que se llamaba Alianza Popular hubiese sido antes ministro del generalísimo.
Olvidar el pasado es nefasto, pero hay quien se empeña en algo peor: anclarnos en aquello como si desde entonces nada hubiese ocurrido. Así se entienden no solo las cansinas alusiones al funesto pretérito, sino incluso que las consignas que se empeñan en mantener las heridas sangrando acaben en forma de pancarta en manos de estudiantes de 16 y 17 años que protestan contra una «reválida franquista».
En ese contexto, Pablo Iglesias sigue hablando como si él caminase sin pisar el suelo. Para él, el Congreso está ocupado por una patulea de potenciales delincuentes entre los que, por supuesto, no cuenta a los 71 diputados que su formación tiene sentados en la carrera de San Jerónimo. Sigue utilizando una retórica que revela una especie de estado virginal que no soporta que él mismo pueda ser señalado como potencial delincuente o que lo vinculen a amistades muy poco recomendables.