«Recuérdalo tú y recuérdalo a otros». Es el verso con el que Luis Cernuda abre el poema que dedicó a los brigadistas internacionales, aquellos voluntarios extranjeros que vinieron a España para luchar al lado de quienes defendían la legalidad republicana. Cernuda, autor de algunos de los versos mayores del pasado siglo, fue uno de los intelectuales que plantaron cara al franquismo y pagó caro por ello: tras la guerra civil se fue al exilio, primero a Inglaterra y luego a México, y allí murió en 1963, sin tener la oportunidad de regresar a su país natal. Sus restos recibieron sepultura en la sección española del Panteón Jardín. En el destierro compuso un poema memorable que tituló «Un español habla de su tierra» y que concluye con los versos: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me buscarás. Entonces / ¿qué ha de decir un muerto?»
Fueron palabras proféticas: no tiene suerte Luis Cernuda con los valedores políticos que le han venido saliendo en la España moderna. Lo citó mucho Aznar en su segunda legislatura, porque la cosa le coincidió con la celebración del centenario, y lo suele traer a colación Javier Fernández en los mítines en los que enardece a su parroquia remontándose a las mitologías sentimentales de la izquierda. Esto, lo de presumir de pedigrí por persona interpuesta, es un recurso muy efectivo cuando no se tienen méritos contraídos en la hoja de servicios y hay que lucir galones ante la concurrencia. Lo sabe bien Ángeles Flórez, con la que el presidente y gestor máximo llegó a hacerse fotos para sus campañas electorales antes de que Susana Díaz elevara a doctrina una curiosa alquimia ideológica por la que se concluye que el socialismo no es ni de izquierdas ni de derechas. Ángeles Flórez, llamada Maricuela -el inicio de la guerra civil la cogió ensayando una obra de teatro en la que representaba a un personaje con ese nombre-, tiene ya casi cien años. Fue miliciana, estuvo en la cárcel y, como Cernuda, pagó su implicación con el exilio. Hasta hace cuatro días, era constantemente sacada en procesión por cargos medios e intermedios del socialismo asturiano, pero ahora que el gran líder ha ordenado un cambio de rumbo a Maricuela la ignoran quienes antes la ensalzaban. Los vivos, cuando duran demasiado y se ponen a llevar la contraria porque su experiencia desmiente los discursos triunfantes, terminan siendo un incordio. Los muertos son más agradecidos: no pueden replicar ni dar la murga. Quizá sea ésa una de las causas que explican que Javier Fernández haya pensado siempre que la Ley de Memoria Histórica sólo sirve para reabrir heridas, en justa connivencia con sus nuevos amigos populares. En su fuero interno debe de razonar que hasta sus mismos padres, que iniciaron su noviazgo en un campo de concentración, le afearían de seguir en este mundo sus recientes devaneos reaccionarios y una conducta poco o nada edificante. En su poema a los brigadistas escribe Luis Cernuda: «Gracias por que me dices / que el hombre es noble. / Nada importa que tan pocos lo sean: / uno, uno tan sólo basta / como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana.» Ignoro si Fernández ve nobleza en su disposición a rendir y humillar a un PSOE que, pese a sus errores y desmanes y excesos, se merece mejor suerte. La vieja guardia del partido, extraviada entre máximos referentes y máximas autoridades, está empeñada en leer al Calderón equivocado. Si se atreviesen con el de verdad, aprenderían que casa con dos puertas mala es de guardar, y que a los secretos agravios les suelen suceder venganzas no menos secretas. Quizá Javier Fernández deba volver a leer a Cernuda, si es que lo ha leído en serio alguna vez, y reflexionar sobre si lo suyo es sincero o si tienen razón aquellos que empiezan a definirle como el socialista accidental. Sea cual sea su conclusión, siempre quedarán muchos dispuestos a recordarle el triste papel que está jugando estos días al frente, es un decir, de su partido. Y, para su desgracia, esos mismos que se lo recordarán a él también harán lo posible para que otros lo recuerden.