Machado y el politicainismo

OPINIÓN

19 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

 Antonio Machado expresó una cierta admiración por la actividad política, pero también una prevención por la degeneración que ésta podía tener, especialmente cuando estaba ligada al poder. Así decía: «Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros». Y él lo hizo mostrando un compromiso ético hasta el final de su vida. Poesía es lo contrario a programa político. A uno de sus alter ego le hace decir: «La política, señores -sigue hablando Mairena- es una actividad importantísima. Yo nunca os aconsejaré el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala que hacen los trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes». Curiosamente las palabras de Juan de Mairena, a pesar de los años, siguen teniendo bastante vigencia. Y es el partido de un dirigente que se pretendió machadiano, quién ha ofrecido el último espectáculo de esa «mala política».

El conflicto que hoy padece el partido socialista, no es el primero que sufre tal grupo, ni el más grave de los partidos políticos desde la transición, pues recordemos que un partido en el gobierno acabó destrozándose en luchas intestinas. Sí se dan unas circunstancias que ya se vienen produciendo en los últimos tiempos y que el cisma del PSOE ha mostrado: la política convertida en un reality show. La política como un espectáculo en la que predominan la imagen, las frases cortas y expeditivas, las consignas fáciles repetidas hasta la saciedad y a veces vaciadas de contenido, la sobredimensión de los aspectos emotivos, la gesticulación? Todo ello en detrimento del contenido intelectual, de los desarrollos teóricos, de la confrontación ideológica de modelos políticos, sociales y económicos. Las formas no son ingenuas y la escasa importancia que hoy tienen lo escrito, la lectura, las propuestas y análisis de fondo, frente al impacto que producen la televisión y las redes, son muy significativos y no casuales. La eliminación de la complejidad por el simplismo  benefician a las propuestas más conservadoras y hasta reaccionarias. Los fascismos siempre se han basado en lemas simplistas y bien entendibles por la mayoría. La reducción del contenido sólo tenemos que verlo en que hasta los candidatos de los partidos ignoran los programas completos (que por cierto apenas se imprimen), en beneficios de escuetos programas hechos a medida y guiados por el marketing. Es la política «Tómbola», aquel programa televisivo rosa que ha marcado el modelo y avalancha de programas del mundo del corazón, que ha invadido, adaptándose, el mundo político. Y es una paradoja que ese tardomodernismo hunda sus raíces en algo muy hispano: el cainismo.

Fue Machado precisamente quien denunció el hondo cainismo español, el destruir lo que no se entiende, embestir contra la belleza y el pensamiento, agruparse por los intereses más mezquinos. Y eso se tiende a congregar en torno al poder y a lo que representa una de las formas orgánicas de alcanzar algo ese poder: los partidos políticos.

Lejos de tomar partido con un fin colectivo y emancipatorio del que hablase Gramsci, los aparatos partidistas se han convertido en entes burocráticos, con afán de control, con prácticas cainistas y endogámicas, que no es extraño terminen estallando en luchas intestinas. Un partido es una mezcla de religión, familia, empresa y en algunos casos, mafia. Lo sentimental y lo dogmático, el utilitarismo y lo trascendental, se ofrecen en una misma bandeja. Democracias más formales que reales, donde el aparato, como la banca en el casino, siempre gana.

Unas luchas marcadas por el dominio orgánico al más bajo estilo de navajazos y cuchillos entre los dientes, lejos de la lógica confrontación dialéctica. Los sistemas de control de las bases, las redes clientelistas, el partido elevado a categoría total, un fin en sí mismo y no un medio para cambiar o mejorar la sociedad. Un cauce para llegar al poder u ocupar instituciones, donde la propia estructura y su actual subordinación al poder económico, termina por destruir, ya no cualquier planteamiento transformador, sino el más mínimo reformismo. Y los ejemplos están ahí, en el presente y en el pasado.

No creo que sea del todo cierto esa idea que sitúa a la política, a la mal llamada clase política, como uno de los males sociales, como algo ajeno a la sociedad. Es cierto que la endogamia, la reproducción de élites (que no vanguardias a las que tratan de marginar), unido a una selección cainista, produce que no esté en política, lo más avanzado, ni siquiera lo mejor, salvo excepciones. Precisamente hablando del partido socialista, muestran con obras de ficción, Miguel Delibes en El disputado voto de señor Cayo y Francisco Umbral con El socialista sentimental, lo decepcionantes que pueden ser las utopías posibles. En ambos textos se plantea el desencanto que se apoderó de las personas que optaron por la integridad y la apuesta por el cambio político, frente a quienes se unieron al pragmatismo marcado por el macho alfa. Lo vuelve a explicar, Machado: «Hay movimientos políticos que tienen su punto de arranque en una justificada rebelión de menores contra la inepcia de los sedicentes padres de la patria -mala praxis- el pueblo admira a trepas y arribistas». Y en esa admiración que hoy se sigue produciendo en su versión tardomodernista o 2.0, deja poco espacio en política a quienes actúan desde la ética, la reflexión, las propuestas de lo que está más allá de lo que ocupa el escenario. El ruido, destruye la música. Lo define, Antonio Machado: «En política sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire, jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela».