Sigue el Partido Socialista a vueltas con la abstención y la forma en la que llevarla a cabo. Desde la abstención por parte de todo el grupo parlamentario, hasta la ausencia de once diputados socialistas o la abstención de estos once. Todas ellas son las posibilidades para realizarla que se barajan ante la celebración del próximo Comité Federal que tendrá lugar la semana que viene, y en el que algunos aun siguen manteniendo su postura de votar no a Rajoy.
Los pros y los contra de las dos opciones que están sobre la mesa, es decir, si abstenerse o no, parecen claras. La abstención supondría ganar tiempo para un partido descabezado y desnortado, que evitaría las terceras elecciones a cambio de certificar que le importa más sostener el sistema político actual que la transformación del mismo, y supondría en la práctica (y en el relato), que el PSOE deja de ser alternativa al PP en un alineamiento de las élites, que existe para buena parte de la población desde incluso antes de mayo de 2011. Las terceras elecciones, por contra, conllevaría mantenerse firmes en el rechazo a Rajoy y al Partido Popular, aunque con ello supusiese ir a una nueva cita con las urnas en unas condiciones absolutamente precarias y sin ninguna garantía de éxito o de al menos de repetir el resultado actual, tras la semana trágica del PSOE que culminó con el mayor esperpento posible en forma de Comité Federal donde Pedro Sánchez acabó dimitiendo. Pasan por alto los defensores de esta postura, que en las urnas se produciría una reacción conservadora considerable ante el bloqueo político, que se ha convertido en la principal cuestión de la agenda política, y la incertidumbre que genera en buena parte de la población. Además, esta reacción se habrá acentuado por la implosión interna del PSOE. Por lo tanto, ambas opciones, a estas alturas de la película, son un desastre para el Partido Socialista. Pero se equivocan todos ellos en considerar la cuestión de la abstención como el principal problema del PSOE, que aun siendo relevante, no es ni mucho menos determinante, más allá de cuestiones estratégicas.
El colapso del PSOE se remonta, como mínimo, a 2008. Lejos de lo que mucha gente cree, el declive electoral del Partido Socialista no comienza con los recortes y el giro de 180 grados que el Gobierno de Zapatero lleva a cabo en mayo de 2010, sino con la negación de la crisis y el descrédito que esto le provoca entre la ciudadanía, y así lo evidencian los datos existentes. Pero esto tampoco es la clave del colapso por sí solo, sino que lo es la propia crisis económica que tiene lugar en España, donde los anhelos de progreso y prosperidad que para buena parte de la población (y especialmente de la autodenominada como clase media) encarnaba el PSOE quiebran, al quebrar precisamente el sistema político que el propio Partido Socialista (el partido que más tiempo ha gobernado en el Estado español en los últimos 40 años) vertebraba. Por lo tanto, debe quedar claro, que la crisis del sistema político del 78 no se entiende sin la crisis del PSOE, y viceversa. También lo es la crisis territorial del Estado, a la que el Partido Socialista no sólo no da respuesta, sino en la que además se está imponiendo la visión de Andalucía y Extremadura, que a su vez son las que cada día tienen más peso interno y son, precisamente, las Comunidades que más se benefician de las transferencias actuales, y que sin superar ese modelo y aceptar abiertamente la plurinacionalidad del Estado español, el PSOE será incapaz de recuperar el terreno perdido en el norte.
Es justamente a raíz de todo ello donde comienzan las contradicciones y las tensiones que llevan al PSOE a la actual situación interna, donde prácticamente la totalidad del partido (quizás con la excepción del PSC), sigue sin asumir la pérdida de la hegemonía de la izquierda y entender que si se quiere ser socialdemócrata y de izquierdas, pasa por hacer política de bloques entre PP-Cs vs PSOE-Podemos. A grandes rasgos, se dan dos posicionamientos internos dentro del Partido Socialista. Están quienes si asumen el cambio, pero se sienten más sistema que cualquier otra cosa, léase Susana Díaz y compañía, y quienes piensan que con dejar pasar el tiempo se volverá a una restauración del bipartidismo, como más de uno pretendía en unas hipotéticas terceras elecciones antes de la dimisión de Sánchez. Ambas posturas son erróneas.
La comodidad que le ofrecía el marco de juego y alternancia en el que se desarrollaba la política española, permitía al PSOE presentarse como la única alternativa al Partido Popular y a la derecha, a la vez que legitimaba ese sistema y esos límites en los que si estaba de acuerdo con el PP. O lo que es lo mismo, el consenso de la transición que había llegado hasta nuestros días. Todo enfrentamiento político ocurría en ese terreno de juego delimitado. Pero el 15 de mayo de 2011, la brecha en el sistema se abrió para siempre, al comenzar el retroceso de la legitimación de las élites políticas del momento, y al buscar buena parte de la población, la solución a sus problemas y sus expectativas frustradas, fuera de ese marco de juego, o lo que es lo mismo, ansiar la transformación del sistema político surgido en 1978. Y es precisamente en ese contexto, en el que el enfrentamiento PSOE-PP deja de ser la principal tensión del sistema, por considerarse a ambos similares en lo sustancial.
Entonces comenzaron las oportunidades perdidas del PSOE. La designación de Rubalcaba como candidato a las elecciones generales de 2011 sin unas primarias abiertas, y su posterior elección como Secretario General en el Congreso de Sevilla en 2012, en un intento de controlar el partido en un contexto donde los cambios políticos y sociales ya estaban desbordando al partido y que muchas veces era incapaz de la leer con la suficiente certeza y sinceridad que requería. En un último servicio, Rubalcaba apuntaló bien a la monarquía en la jefatura de Estado cuando se produjo la abdicación de Juan Carlos I a favor de su hijo, el actual Felipe VI. Los debates en el seno del Partido Socialista, acerca de la conveniencia o no de reivindicar la República, o simplemente apostar por una consulta a la ciudadanía, evidenciaban como esas élites políticas del partido, al menos en lo institucional eran conservadoras, frente a buena parte de la militancia que tenía presente la memoria histórica del PSOE y su papel durante la Segunda República. Tras Rubalcaba llegaría el Congreso de 2014, donde las formas para elegir el Secretario General cambiaron por unas primarias entre los militantes, pero que las dinámicas internas del propio partido, hicieron que lo determinante en la elección de Sánchez fuese el apoyo de los líderes territoriales, donde, ironías de la vida, el apoyo de Susana Díaz y Andalucía fue clave, como posteriormente lo fue en su dimisión/destitución.
El PSOE intentó entonces presentarse como la garantía del cambio, a la vez que atizaba a Podemos, que tampoco nunca lo puso demasiado fácil para el entendimiento cuando pensaban más en el sorpasso que en otra cosa. Pero es precisamente el surgimiento de Podemos por la izquierda del PSOE, con la fuerza con la que lo ha hecho, lo que ha acabado por descolar al Partido Socialista, ya que con su sola presencia evidencia muchas veces las propias contradicciones del PSOE, y además ha dado respuesta a los anhelos de cambio de toda una generación de jóvenes a los que el sistema político del 78 les ha generado solamente frustraciones.
El Partido Socialista ya no es capaz de por sí solo de tener una mayoría alternativa al PP, pero tampoco ha tenido el valor, ni la capacidad de metamorfosis, como para convertirse en el partido que diese respuesta a esa transformación del sistema que demanda gran parte de la población y para la cual debería haber liderado una coalición amplia por la izquierda. Y no lo ha hecho, entre otras cosas, porque parte de sus élites políticas ni están dispuestas a transformar, ni tienen la audacia suficiente como para ponerse al frente de tan ardua tarea, además de estar inmersas en las dinámicas de siempre del propio partido y de una forma de actuar, que aunque haya un relevo generacional, no cambia y que son las mismas en las que se han criado Cesar Luena o Susana Díaz.
A estas alturas, ni la abstención ni el «no es no» e ir a unas terceras elecciones van a resolver por sí solo absolutamente nada. Quienes se esfuerzan en defender con contundencia una postura u otra pierden el tiempo en una cuestión que va más allá de lo que son capaces de entender y que responde a problemas estructurales de fondo. El PSOE ha llegado a un punto en el que no tiene salida mientras asistimos al final de una época en la que las contradicciones, las tensiones y la implosión interna del Partido Socialista lo sumen en una agonía y en un nuevo tiempo donde ya nada volverá a ser igual.
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