A veces escucho a Billy Bragg o a Phil Ochs. Me gustan sus discos y de sus letras no tengo por qué preocuparme: son abiertamente izquierdistas. Ellos protestan por mí y yo puedo disfrutar de la música. Algo parecido ocurre a veces con Dylan. Sabemos que es un grandísimo letrista y, una vez interiorizado el axioma, nos dedicamos a disfrutar de la canción. Por eso más que lo que dice a mí me gusta cómo lo dice. El fraseo característico con el que descerraja sus versos es como la impronta única con la que un pintor vive en su pincelada. Cuando llama a las puertas del cielo es una descarnada elegía. Cuando quien llama es Eric Clapton es una balada animadita. Cuando lo hacen los Guns N’ Roses es directamente una grosería. Es difícil separar la palabra de la música. Tanto como le resulta a un pintor explicar un cuadro con palabras. En Estocolmo parecen haberlo conseguido.
Dylan empezó haciendo literatura sobre sí mismo. Creció en una pequeña localidad minera en los años cincuenta. Los norteamericanos salían de la Depresión comprando electrodomésticos. Dylan escuchaba a Elvis y a Buddy Holly. Todo era bastante ñoño en el New Deal. En los sesenta Dylan reaparece, después de leer un par de poemas de Dylan Thomas, en el Village neoyorquino. Parece bajado del vagón de un mercancías. Imposta la voz y actúa como si lo hubiera vivido todo. Como un Rimbaud reencarnado. Era jovencísimo y aseguraba haberse ganado la vida como músico de estudio. Ni las fechas ni su destreza con la guitarra cuadraban. Literatura. Tocaba sacudirse el conformismo y protestar. La izquierda norteamericana, que es algo muy exótico, quiso convertirlo en portavoz. El tenía otros planes. Ya quería ser una estrella.
No solo escribía proclamas, también hacía crónica. En los periódicos encontraba historias. Gente corriente de la que hablar. El granjero y el vagabundo. Los conflictos raciales. Pura gimnasia para lo que vino después. Y lo que vino después es historia. Electrificó su música y creó sus obras maestras. Un torrente de imágenes salían de su pluma. Un poderoso fresco de lo que le rodea y más aún de lo que lleva dentro. Las dudas del principio desaparecen. Ya no es abanderado de nada. Los bolsillos de sus pantalones estaban llenos de notas manuscritas. Escribía más rápido que su propia imaginación. Después de Blonde on Blonde hay un Dylan más sereno y familiar. Menos surrealista. Menos lisérgico en realidad. Hemos asistido a todas sus rupturas y a todas sus conversiones. Hemos cantado atónitos que nuestro ídolo ha sido salvado por la sangre del cordero. Literatura.
A lo mejor los suecos no se equivocan. Si no, como decía Aute: Queda la música.