El 16 de septiembre fue viernes y empezaba San Mateo. Iban a dar las ocho de la tarde y yo estaba aún en la Plaza América, me apresuré para intentar llegar al pregón. Luego me di cuenta que lo daba un gallego y supe que no hacía falta, que iba a llegar a la hora.
La plaza del ayuntamiento estaba abarrotada. A mi lado una abuela deba aspitos a su nieto en silla, unos jóvenes se besaban, y unos señores con pinta de podemitas (coleta,camiseta de la Llingua y playeros de trecking)aplaudían las palabras de Martiño. Me pedí una cerveza, que era lo único serio que podía hacer uno ahí.
Acabado el pregón no quedaba otra que entregarse a la fiesta. Me encontré con unos amigos que hacía tiempo no veía: y de chiringuito en chiringuito, de barra en barra: y tiro porque me toca.
Cené un bocata de calamares, que bien podría estar hecho desde las fiestas pasadas, era uno que dejó Caunedo para sacarse una foto. El bocata no estaba bueno y era caro, los calamares en anilla sabían a ese magnífico sabor entre el amoniaco y la orina, pero cuando el hambre aprieta. Otra posibilidad era el de criollo o el kebap, pero vamos a empezar San Mateo tranquilitos.
Se hizo tarde y los chiringuitos cerraban, en los bares sólo quedaban borrachos y en «Tribeca» y en «El Salsi» te pedían un pulmón por entrar.
Me había prometido que no forzaría la noche más de la cuenta, por no mirar luego la cartera y asustarme: más que nada. Y una promesa es un compromiso y tiene la misma importancia independientemente de la persona con la que se contrae, aunque sea con una mismo. Pues así estaba yo: ya lucia sol, esperaba un taxi y no encontraba dinero que contar. Aún quedan suficientes días de fiesta para cumplir mis promesas. Promesas que valen nada.
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