Supongo que soy de esos izquierdistas trasnochados que piensan que al PSOE, ni agua. Oigo PSOE y automáticamente pienso en el GAL, en la OTAN, en la reconversión industrial, en la Ley Corcuera, en la reforma del 135 CE, en la Ley de Partidos, en los insumisos presos, en los sindicalistas presos, en las puertas giratorias, en la religión en las escuelas, en la sumisión a la monarquía, y todo eso sin necesidad de prestar atención a Felipe González en su ultimísima faceta de capo di tutti capi. Lo confieso: yo soy el que aplaudió cuando Pablo Iglesias dijo aquello de la cal viva. Lo hice: aplaudí mentalmente y acto seguido me mandé a mí mismo al rincón de pensar.
La conclusión a la que llegué es que los parlamentos no son lugares que deba frecuentar la gente como yo. No por nuestras ideas políticas, sino por nuestras pasiones políticas: en todo introducimos un elemento sentimental que viene muy bien en estados de excepción democrática pero que choca frontalmente con el sentido de la oportunidad y hasta con el sentido común. Pero entiendo que Pablo Iglesias tenga que hacer guiños a la gente como yo / como él. Es justo y necesario: tras la promesa de asaltar los cielos, quedaba raro convertirse en la botella de oxígeno del PSOE sin mostrar algún signo de repugnancia psicosomática. ¿Dónde quedó aquello de que el cielo no se toma por consenso? Pues estará haciendo compañía a la ventana de oportunidad desde la que lo contemplábamos.
Cierto, nadie en la nebulosa Podemos deseaba una situación en la que el único papel que tocara representar fuese el de una Izquierda Unida con anabolizantes: muleta del PSOE, aunque muleta robusta. Pero es que no hay otro, y no podía haberlo desde el día en que el discurso de Podemos hizo hueco a expresiones como «patria», «socialdemocracia» y «responsabilidad de Estado». Ahora hay pocas alternativas, y no, la melancolía no es una de ellas: o se desmonta el chiringuito y se vuelve a montar, procurando esta vez que los cimientos sean estables, o toca gestionar la domesticación del populismo como se gestiona, desde hace siglos, la del perro, dejándole correr y ladrar de vez en cuando para que se desahogue y no rompa cosas, pero que obedezca cuando toca (o que mande obedeciendo, que tanto me da que me da lo mismo).
A Podemos no debería resultarle difícil aceptar esa nueva imagen de sí mismo. No es la primera vez, en su corta existencia, que se ve en circunstancias similares: algún ayuntamiento hay por ahí en el que el PSOE gobierna con su apoyo, y sé de algún otro donde los concejales del entorno de Podemos «resistieron», heroicamente según algunos, presiones dignas de una fosa marina para acabar obteniendo, de premio, la irrelevancia política. Puesto que unas terceras elecciones no pintan demasiado halagüeñas para Podemos y ya hemos sacado del armario a todas las momias de la izquierda que teníamos, a nadie le chocaría demasiado que el siguiente paso fuese favorecer un pacto con el PSOE para hacer presidente a Pedro Sánchez.
No, no me hace feliz, pero teniendo en cuenta que ninguno de los cuatro partidos más votados en el parlamento español ha puesto sobre la mesa la continuidad de la monarquía, la felicidad no es algo que toque tener en cuenta. Toca tener en cuenta que, al lado del listado de razones que mencionaba al principio, hay otro, igual de largo, que dice así: LOMCE, Ley Mordaza, Rita Barberá, Rodrigo Rato, Panamá, Gürtel, estrangulamiento de las energías renovables, estrangulamiento de la sanidad pública, estrangulamiento de la atención al dependiente, Jorge Fernández Díaz, Jorge Fernández Díaz, Jorge Fernández Díaz. Y eso sin contar que muchos ingredientes del primer listado aparecen también en el segundo: la transversalidad ya estaba entre nosotros, o más bien entre ellos.
Le agradezco a Pablo Iglesias, en lo que valen, esos guiños al izquierdista trasnochado y minoritario que llevo dentro y a quien tanto desprecian públicamente muchos de sus acólitos, pero ya me doy por satisfecho. Igual que me doy por satisfecho, de momento, con un parlamento mucho más plural que todos los anteriores: lo impresentable era que dos partidos obtuvieran el 90 % de los escaños. La diversidad, no obstante, exige tener cintura: es consecuencia de que vivimos en una sociedad plural y también, y en gran medida, de la crisis del régimen, que no queda cancelada por el mero hecho de que sea difícil navegarla. Esta sociedad vive más de un conflicto, y los conflictos no se solucionan dejando intervenir al estúpido de turno que se mete siempre en medio diciendo: “venga, va, no os peleéis”. Como si un orden injusto fuese siempre mejor que un desorden justificado. Vale que los hay que tienen mucho que perder: si Soraya les dice a los periódicos que se acabó la publicidad hasta que no haya un presidente que empiece por R y termine por y, no es de extrañar que la prensa española se vuelva un régimen de portada única. Lo raro es lo de los demás, los que no sacamos nada del orden injusto: ¿qué excusa tenemos nosotros para jalear a los partidos exigiendo que se pongan de acuerdo y hagan un gobierno aunque sea con palillos?
No es intolerable que no se pongan de acuerdo, lo intolerable es que no haya acuerdo por las razones equivocadas. Tampoco es de extrañar que les cueste fondear en la crisis del régimen y poner a cero el cuentakilómetros: costará un poco más, pero llegarán a hacerlo o desaparecerán. Pedro Sánchez ya parece ir entendiendo que aferrarse al pasado es la mejor manera de no tener futuro. El día que entienda que no pasa nada por poner una urna en la Diagonal de Barcelona, hará saltar la banca. Mientras llega ese día, recreémonos en el hecho de que, por primera vez en la historia de España, la monarquía fue por delante de las demás instituciones. En 2014, alguien en la Zarzuela o aledaños se dio cuenta de que el buque constitucional hacía aguas y quiso poner a salvo la corona. Era previsible que, como segundo plato, el régimen tuviera que tragar con un proceso constituyente, y la única duda parecía ser, por entonces, si ese proceso sería para todos o solo para los catalanes. En el último tercio de 2016, ambos procesos parecen haber entrado en vía muerta y el abdicado Juan Carlos I debe de empezar a olerse que todo fue un complot para jubilarlo. No me extrañaría nada que el ex rey acabara denunciando a alguien por incumplimiento de expectativas revolucionarias.