El verano está llegando a su fin, toca replegar y volver a la ciudad. Oviedo nos da la bienvenida, la ciudad más animada que nunca, pues este verano no ha descansado y lucía repleta de turistas. Lejos quedaron esos años de la ciudad vacía, donde sólo quedaban ancianos, inmigrantes, y sólo se veían trabajadores esperando con ansia acabar su jornada y largarse.
En la terraza del Jamón Jamón, que no tiene terraza pero es como si la tuviera, me planto a tomar una cerveza y volver a sentir mi ciudad. Ahí, en ese lugar siempre repleto, me quedo a observar el transcurrir de la capital asturiana, y a volver a cogerle el pulso. Saboreo ese Oviedín que tanto queremos y a la vez detestamos.
Me encuentro con amigos y conocidos, con esas chicas de piel morena y vestidos blancos con sus cocacolas chisporroteantes. Me encuentro con el ocaso del verano que aún no está muerto, y siento que le quedan pocos días, pero mucha vida.
Trato de recordar los mejores momentos de estas vacaciones: esa chica, mi familia, esa fiesta, esa cena, esa playa, los amigos, ese mar, esa canción. Pero me quedo con uno, sin duda. Estaba echado en la playa de la Espasa, ahí pude ver un padre con su hijo, el padre rondaría los treinta y cinco años y el niño los dos. El bebé reposaba sobre el pecho de su padre, y éste lo acariciaba con la mano izquierda, en la derecha sostenía El Principito, que le leía con absoluto fervor. Me hizo recordar las horas y horas que pasé, siendo niño, en la misma posición. Generando una unión que jamás nada ni nadie podrá romper. Esto, ese padre y ese niño aún no lo saben, pero lo sabrán.
Sentado sobre el muro de la antigua universidad de derecho pude sentir como la ciudad empieza a hervir, como está empezando a fraguarse San Mateo y todo estallará. Acabé mi cerveza y pedí otra. Con ella en la mano arranqué a andar recorriendo las calles del antiguo, caminé hasta que acabé en la calle Paraíso. Es una de mis calles favoritas de la ciudad, la tenía abandonada desde junio, la recorrí pensando cada paso, volviendo a captar cada detalle de las fachadas, de la muralla, de su ambiente, me empapé de su idiosincracia. Acabé en el Campillín, allí seguían las mismas putas tristes de siempre. Recorrí el Fontán y me senté en la terraza de Casa Ramón. Luego atravesé la Plaza del Ayuntamiento, pasé por El Campa y llegué a la Plaza del Paraguas. Volví a la Mon y desemboqué en la Catedral. Acabé cenando pollo frito en El Ovetense y antes de marchar a casa me asomé por Gascona. La Plaza de La Escandalera y atravesé el parque que antes fue huerto de los franciscanos. Luego llegué a casa y dormí con un dulce sabor en la boca.
Nada había cambiado, Oviedo seguía como siempre, seguía siendo nuestro, de todos los ovetenses y asturianos. Me había vuelto a enamorar, esa ciudad que tan bien conocía volvía a ser esa novia que tras meses con ella te sorprende porque descubres que sabe tocar la guitarra. Eso es un amor de verdad, es el amor que tengo yo con esta preciosa ciudad, capital asturiana. Y espero que dure muchos años. Oviedo me dio la mejor de sus bienvenidas, y yo aquí siempre soy bien hallado porque estoy en casa.
Prepárense porque ahora nos viene lo mejor de Oviedo, y están obligados a disfrutarlo y gozar. Luego no se arrepientan, se lo advierto.
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