De cara a la próxima elección presidencial de Estados Unidos, el ocho de noviembre, la ventaja de Hillary Clinton sobre Donald Trump ha crecido notablemente. Aún así, la contienda continúa y tampoco es tan improbable ni tan hipotético el caso en el que el candidato del Partido Republicano pudiera ganar. De ser así, el mundo entero atestiguaría la decadencia definitiva del país más poderoso del mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sí, Estados Unidos, ese gran país revolucionario del norte de América quedaría en manos de un líder que ya está echándose la soga al cuello por haber convertido sus promesas de campaña en amenazas a la civilidad, la convivencia, la integración y el desarrollo. Lamentarse por su triunfo o festejar el que no haya sido así, sólo tendrá sentido una vez llevada a cabo las elección, pero ¿por qué al mundo entero le afecta el fenómeno político/mediático/social que encabeza este hombre?, ¿por qué preocupa esto cada vez más, cuando hace unos cuantos meses parecía un simple millonario que había perdido hasta el último trazo de cordura mientras funcionaba como una fuente inagotable para los creadores de chistes y bromas digitales? Preocupa, principalmente, por tres razones: es el candidato del Partido Republicano frente a una Hillary Clinton no tan fuerte como se hubiera esperado; Estados Unidos es un motor económico global indiscutible; y finalmente porque, con base en el punto anterior, la figura presidencial de ese país quedaría derrotada, pauperizada, y representaría el fin de su hegemonía. Si el Partido Demócrata no gana la elección presidencial, entonces, el pueblo estadounidense estará despidiéndose de la figura icónica del presidencialismo.
Respecto al último punto, pese al precedente de administraciones sumamente cuestionables como la de Richard Nixon o aquellas de la dinastía Bush, el Presidente estadounidense es una figura imponente y prestigiosa (en su tierra y en el extranjero), así como merecedora de las más altas distinciones diplomáticas (como cualquier otro jefe de Estado). Hoy en día ya existe una absoluta incertidumbre sobre eso, la cual sólo se resolverá hasta finales de año. La figura del jefe del ejecutivo, pieza indispensable en un sistema de «checks and balances», y el más alto cargo del Gobierno Federal (en donde la interacción entre los tres poderes del estado, legislativo, ejecutivo y judicial, procuran un balance y un equilibrio en cuanto al más alto grado de funcionalidad operativa política), puede quedar en manos de alguien que estaría representando un retroceso o una involución en el proceso político de ese país. Con el repudio global generalizado, salvo una amplia clase media de votantes estratificada (y no distinguida precisamente por el progreso social), Trump ya se encuentra en la recta final hacia la conclusión del proceso electoral estadounidense. Y lo hace frente a Hillary Clinton, la primera mujer senadora (quien, como primera dama, ha sido la única que se ha postulado a un cargo público), con una trayectoria académica y política de excelencia, pero a quien desgraciadamente no le basta con esa experiencia para terminar de ensombrecer a ese rival político ultra conservador y extremista.
Indudablemente, tanto ella como Barack Obama, son dos íconos del progreso social en Estados Unidos. Ella, quien fuera primera dama con Bill Clinton, es la primer candidata mujer a la presidencia de ese país. Barack Obama, por otra parte, fue el primer presidente (el cuadragésimo cuarto para ser exactos) de origen afroamericano, lo cual, más allá de sus logros y tropiezos, constituye un precedente de suma importancia respecto a uno de los episodios más difíciles y socialmente desgarradores de la nación, es decir: la segregación racial y cultural. Pero retomando el protagonismo de la sra. Clinton en la próxima elección de noviembre, bien es sabido que su «falta de carisma y simpatía», en comparación con los dos presidentes (demócratas) anteriores, como su esposo, Bill Clinton, o el actual mandatario, Barack Obama, no le convierten en una candidata con la fuerza necesaria para hacer especulaciones seguras sobre uno de los puntos clave de la elección en ese país, es decir: luchar a muerte por ganar los «swinging states» (estados pendulares), que son aquellos en donde no existe una fuerte y clara tendencia sobre una postura política específica. Recordemos que el sistema electoral de ese país pondera, más allá de los votos directos, el ganar el mayor número de «votos electorales» (en donde cada estado tiene un número asignado). Aún así, durante las últimas semanas, distintas encuestas ya dan una ventaja clara de hasta un 15 por ciento a Hillary sobre su contrincante, lo cual es sumamente esperanzador, pero no es ese el punto central de este texto, sino abrir el plano reflexivo sobre la desgastada figura del presidencialismo en el que se presume como el país más poderoso del mundo. Por una parte, como se ha dicho antes, la candidata demócrata cuenta con un perfil y una trayectoria de excelencia con el más alto nivel académico y profesional, pero que no ha terminado de consolidar el voto fluctuante y parece que apuesta más los errores de su contrincante a que a una campaña propositiva. Por la otra está Donald Trump, quien representa una involución política, económica y de progreso social en todo sentido. En pocas palabras la contienda por la presidencia de la Casa Blanca está caracterizada por la lucha de debilidades, no así por los méritos que en otro tiempo distinguieron la figura de aquellos férreos aspirantes al título de «Mr. President».
En los discursos de Hillary es común escuchar críticas a las sandeces y disparates de Donald Trump, lo cual le ha funcionado, pero aún quedan dudas sobre la formulación de propuestas y sobre la originalidad en la estrategia política. El electorado norteamericano, los medios de comunicación, analistas políticos y, en términos muy generales, el mundo entero, se encuentra ávido de propuestas, no sólo de críticas. Hay quien ha destacado que su discurso durante la Convención del Partido Demócrata, en Filadelfia, el mes pasado, fue bueno, nutrido y que rebatía bien a Trump. ¡¿Cómo no iba a serlo?! Si cualquiera, literalmente cualquiera, con la mínima inquietud por la oratoria y con la más ínfima capacidad argumentativa podría despedazar los discursos y argumentos de Trump. El/La candidata/a demócrata de ese país tiene, por fuerza, la urgencia de crear un discurso magnánimo, claro, puntual, y con toda la fuerza argumentativa que la carrera académico/político de la sra. Clinton supone (como en buena medida así ha sido). Pero la gran oportunidad, en cuanto a táctica política, de Hillary es, además de un discurso con esas características, la acción clara para ganar de forma avasalladora esos «swinging states», para así llegar con una ventaja clara a la recta final del proceso electoral. Tal vez el que haya apostado a los errores de su contrincante, y no a crecerse con base en esa imagen titánica del presidencialismo, es el origen de la competida contienda (y no una clara ventaja, caracterizada por la tranquilidad, del Partido Demócrata).
Ahora bien, respecto al discurso de Trump, uno de los puntos más preocupantes, además de la xenofobia y la falta de consenso en todo sentido, es: el miedo. Sí, el miedo como motor industrial y como elemento vertebrador de una sociedad cada vez más frágil en términos de unidad e identidad cultural. Estados Unidos es el epicentro de la industria del miedo, y les ha dado tan buenos resultados que han exportado ese modelo a todos los demás continentes. Para ellos, echar a andar la industria mediática (con todas las herramientas posibles) del miedo y del terror, ha sido una de sus minas de oro desde hace décadas. Por una parte son la potencia bélica mundial y su capacidad de seguridad, defensa y ofensiva militar no tiene parangón en la historia (durante los años previos e inmediatos a la Guerra de Irak se barajaba que el gasto en industria bélica de ese país representaban la mitad del gasto en ese sector industrial en el mundo entero. Y esto sólo representaba cerca del tres o cuatro por ciento de su PIB. En pocas palabras, del total del gasto militar mundial, el cincuenta por ciento era el equivalente al cuatro por ciento del PIB estadounidense), pero por otra también son los principales productores de películas, series, y literatura cuyo hilo conductor es el miedo. ¿Enemigos? Prácticamente todos aquellos ajenos al estereotipo del «American way of life». Desde animales como el tiburón, los pájaros, arañas, felinos, reptiles y monos desproporcionados, hasta minorías culturales como italianos, irlandeses, mexicanos, chinos, coreanos, tailandeses, japoneses, rusos, y más recientemente a los árabes, entre tantísimos otros. Esto además de desastres naturales como huracanes, temblores y tsunamis, hasta meteoritos malditos. Y por si fuera poco, y ya se hubieran encargado de satanizar a todo ser viviente o con un lugar en la tierra, entonces llegó el momento de demonizar a supuestos pobladores de otros mundos, en pocas palabras: a lo desconocido. Sí, si todo lo conocido ya había sido enemistado, pues ahora también lo desconocido. Y de eso es de lo que está nutrido el discurso político de Trump: de miedo, de amenaza, de inseguridad. Ha culpado injusta e indiscriminadamente a «los inmigrantes» (incluyendo a los vecinos del sur: México), a los musulmanes, y a todo aquello que no representa a su idea pervertida del «American Dream» de la postguerra. ¿Qué sociedad, que se jacte de civilizada, puede vislumbrar un futuro promisorio teniendo como motor al miedo? Me atrevo a decir que ninguna. Distintas ciudades estadounidenses han estado viviendo cruentos episodios impregnados de brutalidad y violencia racial, que alcanzan el grado de vergüenza humanitaria. Recientemente, en las redes sociales, ha circulado un vídeo en donde artistas afrodescendientes (Alicia Keys, Rihanna, Lenny Kravitz, Chris Rock, entre otros) mencionan, en voz propia, las causas por las que una persona de ese colectivo puede ser asesinada en su país. Además de las «razones» (por llamarlo de algún modo, porque son todo menos sinónimo de razón) aparecen los rostros de quienes han perdido la vida por esos motivos. ¿Activismo?, sí, pero por un contexto y un fenómeno contra el que ese país lleva luchando desde hace siglos. Otra de las imágenes que ha dado la vuelta al mundo es el de una chica afroamericana levantando una pancarta, en medio de una protesta contra la discriminación racial, que decía algo parecido a, «No puedo creer que estemos luchando por esto en el 2016». Cualquiera que haya visitado ciudades como Chicago, Cleveland, Washington DC, Nueva York o Detroit, sabe a lo que me refiero.
Siguiendo la misma línea, el discurso del candidato oriundo de Queens (Nueva York) es lamentable en todo sentido, pero más lo es el hecho de que exista una notable proporción del electorado que se sienta atraído por él. Me parece penoso que así sea porque, Estados Unidos, cuna de la industria cinematográfica más grande del mundo, potencia editorial y hogar de grandes mentes críticas formadas en muchas de las mejores universidades del mundo, lleva décadas produciendo series, largometrajes, libros, documentales y textos sobre la Segunda Guerra Mundial, sus causas, contextos y consecuencias. En buena parte de ese material el discurso imperante es que esa gran nación naciente, y con un potencial industrial y económico sin precedente en la historia de la humanidad, salvó al mundo de uno de los mayores tiranos conocidos por la historia: Hitler. Pero no sólo han destinado millones y millones de dólares para criticar y ridiculizar a ese personaje, sino a su discurso y todo aquel contexto que llevó al partido Nacional Socialista Alemán al poder. Ese mismo discurso, pero empobrecido (el alemán ya era paupérrimo), es exactamente el que tiene Donald Trump, no para convencer, sino para adoctrinar a una masa que tristísimamente, por voluntad o por ignorancia, ha cedido la utilización del criterio y el sentido común, a cambio de una idea pervertida, agotada y absolutamente irrealizable, de lo que una «nación idílica» es, o debería ser. Al parecer no basta con haber hecho pública la declaración que hizo en 1998 para la revista People (en donde expresa que de presentarse como candidato presidencial en algún momento lo haría por el bando republicano, ya que consideraba que era el electorado más ignorante y de fácil manipulación) para desanimar a unos cuantos de sus simpatizantes.
Independientemente de quien gane la elección presidencial (al parecer afortunadamente Hillary Clinton lleva ventaja), la figura de «Mr. President» advierte angustiantes signos de debilitamiento. Si bien la experiencia es fundamental, más en el terreno de acción política, en este caso, ambos candidatos representan a un mundo que ya se ha ido. Son parte de un pasado que busca ser revivido, casi con oxígeno y primeros auxilios, en un presente convulso, el cual grita y clama sangre nueva para resolver las angustiantes inquietudes del presente. Cuesta trabajo comprender cómo es que después de haber sobrevivido a la crisis financiera global del 2008, la oferta política en Estados Unidos no logró reinventarse, refrescarse y consolidar (para efectos de la presente elección) a candidatos más fuertes o más propositivos. Por una parte, parece que el talón de Aquiles de Hillary está siendo el apostar más a los errores de su contrincante (lo cual puede ser interpretado como cobardía política), lo cual desgraciadamente ensombrece una trayectoria académica y política de excelencia. Por otra, simplemente está Donald Trump, la encarnación misma de la desproporción del miedo, de la involución, el sectarismo y de la detracción del progreso. Muy pocas cosas suceden por casualidad, más en cuanto al terreno político se refiere. Así que independientemente de cual sea el resultado, me parece que el simple hecho de que los candidatos a la elección de ese país sean Hillary Clinton y Donald Trump, ya revela mucho sobre el debilitamiento que padece la figura de «Mr. President». Sobre todo en el terreno de la oratoria y del discurso político (que salvo en muy señaladas excepciones) solía ser un timbre de gloria en aquel país. Tal vez sea tiempo de enfocarse mucho más en el desempeño de la labor una vez en el cargo, que en la campaña presidencial. Tal vez sea momento de valorar al presidente del Ejecutivo como un elemento armonioso y de conjunto en el sistema, que como ícono y cabeza. Tal vez, como siempre, tal vez.