Ayer por la tarde, mientras me sentaba a tomar mi sidra de todos los jueves -es una nueva costumbre que tengo en verano-, en la terraza de un bar, cerca de casa, escuché a una señora y a su marido quejarse de la noticia que está acaparando todos los medios: los ataques terroristas. «Estamos en guerra... Una guerra santa», repetía la buena señora. El marido cogía unos cacahuetes y los iba metiendo en la boca mientras trataba de oír a su mujer, que buscaba conseguir su aprobación, una señal de que también él estaba asustado o al menos sorprendido por lo que está pasando en Europa y Oriente. Algo musitó el señor para corresponder a la queja de su señora. Yo no diría que sea una guerra santa, pensé. En verdad, ninguna guerra puede ser santa. Enseguida llegó mi amigo Pelayo a acompañarme con la sidra. Bueno, en realidad, a él no le va la sidra, sino la cerveza. Le comento lo que acababa de escuchar. Me dijo que se está matando a gente en nombre de un Dios y ningún Dios hace nada para defender a las víctimas. Yo lo oía mientras se quejaba. Y es que la sociedad no ha mejorado mucho. Se sigue matando a gente como se hacía ya hace siglos. Ningún Dios dejará lo que está haciendo para resolver los conflictos de los hombres. Siempre encontrará un pretexto para esquivar todo trabajo. Solo trabajó seis días en su vida y después ha decidido descansar por toda la eternidad y dejar que los hombres se maten entre ellos. En ese momento me imaginé a Dios frente a un ordenador gigante, sentando en su sillón de nubes azules, revisando su Facebook, ese mundo virtual en el que podemos ver casi todo lo que pasa. Lo veo moviendo la pantalla táctil. Lo imagino suspirando, aburrido, con desgana, sin poner un me gusta o un me enfada o un me divierte. Lo imagino riéndose de un video que muestra a uno tropezar contra una farola, intentando atrapar un Pokemon Go. Lo imagino quitándose unas pelusas de nubes que le habían quedado entre los dedos. Lo imagino limpiando los dientes con la punta de un rayo que se ha sacado de entre las blancas barbas. Mientras el mundo se cae a pedazos y las mujeres y los niños corren aterrorizados hacia un naufragio mortal y él revisando su Facebook sin desconectarse nunca, aunque en su estado ponga No disponible. Lo imagino sin poner nunca un Like o un Dislike para saber si nos sigue o no, o simplemente para dar señal de vida.
«No entiendo esa obsesión del hombre por lo inservible», me dice Pelayo. Y le dicto la frase de Blas de Otero: «De tanto hablarle a Dios, se ha vuelto mudo mi corazón». Y es verdad, el corazón del hombre no es capaz siquiera de escuchar el llanto de los niños y de las madres. Me pregunto si algún día dejaremos a la religión fuera de nuestras vidas para poder vivir realmente como hermanos, hijos de la misma madre: la madre naturaleza, la única que nos da el sustento y nos cobija antes y después de la vida.
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