A los ochenta años del inicio de la guerra civil, creo que uno de los mayores testimonios culturales y humanos, son los versos y la trayectoria personal del poeta Miguel Hernández. Aún joven cuando se produce el golpe del 18 de julio, se encuentra en plena evolución creativa, tras la publicación de El rayo que no cesa, libro intimista, ligado al deseo y el dolor del despertar sexual, las circunstancias provocaran un cambio en su temática poética y también en buena parte de sus formas. Inserto en los debates literarios de su época, tampoco es ajeno a la situación política que se vive en la Segunda República. Son diversas las influencias que recibe, la muy conocida de Pablo Neruda, con su visión panteísta y lejana al mundo eclesiástico (de los jesuitas en particular) ,que en buena parte le ha servido de formación, está también la menos conocida del poeta argentino, entonces residente en España, Raúl González Tuñón. Así tras el levantamiento militar y luego de un corto periodo de reflexión en su tierra, dice: «Siempre será guerra la vida para todo poeta; para mí siempre ha sido y me vi iluminado el 18 de julio por el resplandor de los fusiles en Madrid. Las fuerzas de mi cuerpo y mi alma se pusieron más de lo que se ponían a disposición del pueblo, y comencé a luchar, a hacerme eco, clamor y soldado de la España de las pobrezas que nos quieren legar, que nos quieren separar del corazón, donde está atado».
En pleno combate bélico, su libro Vientos del pueblo y otros poemas de esa época, se convierten en canto poético. Lo épico gana peso frente a lo lírico. Proclamas al combate como Vientos del pueblo me llevan, de justicia social como El niño yuntero o Aceituneros, cuestiones bélicas como Rosario dinamitera, diatribas contra el enemigo como Ceniciento Mussolini, cantos a figuras míticas como La Pasionaria o El Campesino. Se trata de una poesía pasional, que busca el objetivo de llegar a los combatientes, aunque en ocasiones reduzca la calidad que su obra ya había alcanzado. Son los primeros compases de la guerra y se marca un lenguaje encendido, propicio a la recitación oral, que prima la emoción sobre otros aspectos. Aún así no abandona la hondura, la sensualidad que siempre tuvieron sus versos, que confluyen de manera especial en Canción del esposo soldado, con una explosión poética, una de las características de la poética hernandiana y que define, con pocas palabras, que es la guerra: «Es preciso matar para seguir viviendo».
Su libro El hombre acecha, marca como pocos las paradojas de la guerra. Sus ejemplares quedan impresos en una imprenta de Valencia, pero no podrán ser distribuidos por la llegada de las tropas franquistas y nunca más se sabrá de ellos. En el mismo el lenguaje épico deja paso a la reflexión y el cansancio, al dolor que se extiende, a los heridos, a la muerte, la guerra que sigue y va marcando fechas como se expresa en 18 de julio 1936-18 de julio de 1938: «Son dos años de sangre: son dos inundaciones (?)El tiempo es sangre. El tiempo circula por mis venas. / Y ante el reloj y el alba me siento más que herido, / y oigo un chocar de sangre de todos los tamaños».
Con el fin de la guerra llega la desolación; Miguel Hernández, como tantos combatientes del bando republicano, se encuentra con la desbandada y la derrota, se ve sumergido en un túnel carcelario en que lucha por una luz que apenas puede vislumbrar. Le queda, el sentido místico que siempre ha acompañado su obra y su vida, escribiendo sus mejores poemas. Escéptico, aún combatiente de la vida tras las rejas, así proclama en ese libro que nunca vería entre sus manos, Cancionero y Romancero de ausencias, un grito antibelicista: “Tristes guerras/ si no es amor la empresa. /Tristes, tristes. / Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes, tristes. / Tristes hombres / si no mueren de amor. / Tristes, tristes.”
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