Lo apuntaba el otro día Manuel Rico: hacía tiempo que en las esferas de la cosa pública no se escuchaba la palabra «patria» con la insistencia y el fervor con la que nos la han venido repitiendo últimamente. El amor a la patria es el único recurso que queda disponible cuando fallan o se agotan todos los demás, y esconde bajo su enunciación el propósito perverso de implantar por decreto aquello que, en buena ley, debería ser cuestión de cada uno. Benito Jerónimo Feijoo, que atendió a los primeros soplos ilustrados desde su celda en el monasterio de San Vicente, buscó en los hombres aquel amor a la patria que tan celebrado halló en los libros y únicamente encontró «un afecto delincuente que, con voz vulgarizada, se llama pasión nacional». George Bernard Shaw definió el patriotismo como «el convencimiento de que tu país es superior a los demás porque tú naciste en él», mientras que para Bertrand Russell no era más que «la disposición de matar y dejarse matar por razones triviales». El general Patton, más pragmático, supo expresarlo con elocuencia: «Se trata de conseguir que otro desgraciado muera por su país antes de que consiga que tú mueras por el tuyo»; fue más o menos lo mismo que vino a decir Bolívar cuando dictaminó: «Formémonos una patria a toda costa, y todo lo demás será tolerable». A Jorge Luis Borges le pareció siempre la menos perspicaz de las pasiones. Quevedo, que vio los muros de la suya venirse abajo con estrépito, fue clarividente: «El amor a la patria siempre daña a la persona». No es una apreciación banal. Cada vez que en el plano político se ha esgrimido la palabra «patria», solía haber alguien detrás sujetando una pistola.
A mí, como a Pacheco, me resulta inasible el fulgor de la patria, ese ente abstracto sin otra función que la de lograr que unos maten y otros se dejen matar, porque sólo puedo entender la patria como una construcción subjetiva bajo cuyo paraguas uno va reuniendo todo aquello que, para bien o para mal, le define. Dijo Rilke que la infancia era la única patria verdadera, pero a mi modo de ver se quedó corto, porque la patria se va construyendo cada día y abarca tanto como quiera aprehender su propietario. Que a menudo ese concepto lo hayan sacado en procesión los artífices de revoluciones fallidas y dictaduras triunfantes, enmascarando tras la emoción de su sintagma la debilidad o la omisión de otros significantes (el Estado, la ciudadanía, el bien común), debería mantenernos en guardia ante quienes pretenden abusar, una vez más, de la retórica, aunque probablemente todo valga ahora que hasta la socialdemocracia se envuelve en papel de regalo antes de venderla por catálogo. La escritora Elvira Lindo ha citado alguna vez una máxima memorable de su padre: «Donde de verdad se nota el patriotismo es en la declaración de Hacienda». A algunos presuntos defensores de la patria se les evaporó el amor, de tanto usarlo, en paraísos fiscales. A otros ni siquiera les llegó a tanto como para evitar una complementaria. Dirán que lo económico no mueve el corazón, y habrá quien acuda presto a reír la gracia. Lo malo de los tiempos oscuros es que abonan el caldo de cultivo para los falsos profetas. Lo bueno, que ni siquiera ellos sabrán desposeer de su patria a los que, con Cicerón, entendemos como tal cosa los lugares en los que nos sentimos a gusto. La coherencia es, siempre lo ha sido, el último salvavidas contra la estulticia. Lo dejó escrito Oscar Wilde: «El patriotismo es la virtud de los degenerados».
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