Últimamente, los medios nacionales llenan sus páginas, incluso sus portadas, hablando de la dramática situación de Venezuela. En principio, es perfectamente legítimo que los medios nacionales y el debate a nivel ciudadano se ocupen de lo que pasa en un país que no sea el nuestro, sea Venezuela, Grecia, Gran Bretaña? o como si quiere debatirse sobre el estado del parlamentarismo en Belice. Y no solo por aquellas cosas tan manidas de los vínculos históricos y demás (obsérvese el aburrimiento que me causa tal motivación que lo dejo en un lacónico «y demás»), sino porque, en 2016, es lógico que preocupe lo que pasa en otros países, por aquello de las interconexiones, las relaciones, la globalización y? y, sí, estoy rellenando este primer párrafo con razones absolutamente manidas. Pero ello no quiere decir que sean inválidas o que no deban tenerse en cuenta. Por eso, sí, no debería haber nada malo en hablar de Venezuela.
No debería haber nada malo porque, además, no sabemos con certeza a quien atribuir la paternidad de la criatura. De la criatura mediática, digo. Porque no se sabe si fue primero el huevo o la gallina, los unos o los otros. Si fueron los unos, valorando en tertulias y televisiones el régimen chavista como una tierra prometida (y colaborando con el mismo), o fueron los otros, aprovechando tal vinculación para alertar sobre los peligros de que pudieran acercarse al poder quienes defendían tal sistema.
Por el camino, se perdió el debate real, como suele pasar actualmente (debe ser eso que llaman «nueva política»), difuminado entre titular y respuesta, entre eslogan y tuit, preocupado cada cual de hacer rédito político de la inclinación del otro con frases hechas. Y pasó que ni los unos fueron capaces de asumir que esa supuesta tierra prometida es un infierno en el que se conculcan los derechos democráticos de la ciudadanía, y en donde -aquí sí- hay presos políticos (se enmascare como se enmascare, y tengan estos la deriva que tengan, son presos políticos). Y que tampoco los otros supieron asumir que eso no podía ser su principal arma contra un adversario político interno, porque la implantación de un régimen similar se antoja imposible en España, donde nuestra base constitucional, y un seguro rechazo social, impedirían la adopción de ciertas medidas.
Pasó también, por el camino, que ni los unos ni los otros han sabido darse cuenta de que lo de «chavista» o «bolivariano» (que si Simón Bolívar levantara la cabeza igual le sentaba como a Jovellanos que algunos se declaren jovellanistas, pero ese es otro debate) no es un insulto, es simplemente una descripción de un cierto pensamiento (que, lógicamente, cada cual podrá valorar en positivo o en negativo, pero descripción al fin y al cabo). Y no lo han sabido ni los otros a la hora de llenárseles la boca para atacar con tal calificativo, ni los unos para razonar detenidamente y asumir tal condición ?la de chavistas- con normalidad como el libre ejercicio de opción ideológica. Claro está, en ambos casos les venía bien seguir con el juego: a los otros para meter miedo en el cuerpo alertando de la venida de Satán; y a los unos para hacerse las víctimas, y jugar a ese juego de máscaras con el que tratan de difuminar su ideología, por aquello de acercarse a todos los públicos (aunque en algunos casos tal esfuerzo conlleve una importante esquizofrenia que hace que uno ya no sepa por qué tangente se van a salir esta vez). Por cierto, es muy curioso que esa alerta sobre la venida de Satán de los otros la están haciendo en los mismos medios que propiciaron la subida mediática de los unos? El huevo y la gallina otra vez.
En el fondo, ambas partes juegan con su estrategia. Como dije antes, no es que sea malo hablar de Venezuela, de hecho a mí me preocupa lo que pasa en Venezuela, porque no puedo abstraerme de las cosas que pasan en el mundo, y la situación allí es complicada. Y, no, no lo pienso por estar influenciado por la campaña que tal o cual medio puedan querer hacer (por cierto, quien quiera acusar de esto a quienes pensamos así es muy posible que esté, a su vez, igual de influenciado por campañas mediáticas de otros medios). Pero desde luego que me preocupa, claro está, del mismo modo que me preocupa el Brexit, Brasil, o el Sahara, o me interesa lo que pasa en Grecia, Francia, o Suecia. Me preocupa, y eso no hace que deje de preocuparme la situación española, donde crece el índice de personas en riesgo de exclusión social, o donde se hace cada vez más urgente revertir el daño que a nuestro sistema de libertades constitucional hace la denominada «ley mordaza». Porque el debate no es que si criticas lo que pasa en Venezuela estás asumiendo o defendiendo la actual situación estatal. Esa es una reducción perversa, y que insulta a la inteligencia de quien puede juzgar ambas situaciones sin influencias interesadas. Es, por cierto, una reducción tan perversa como la contraria, como si criticar la ley mordaza implique que consideres que los derechos y libertades en Venezuela son superiores a los de nuestro ordenamiento.
Pero, sí, reconozco que igual se nos está yendo de las manos. Y no porque algunos políticos y ex políticos españoles hayan ido a desarrollar su labor profesional a Venezuela, como Felipe González yendo a defender a los presos de la oposición, lo cual me parece legítimo y respetable (al fin y al cabo, el preso político es la parte oprimida, sea del color que sea, y siempre es respetable defender al oprimido). Es legítimo, como legítima me parece la labor de asesoría al gobierno venezolano llevada a cabo por miembros de Podemos, porque me parece estupendo que cada cual trabaje para la administración o la empresa que estime conveniente si considera adecuados sus fines. Todo eso entra dentro de la normalidad y será cada cual el que tenga que defender sus decisiones y sus actos. Pero la alarma que nos avisa de que se nos está yendo de las manos suena cuando vemos como a otros políticos (alguno sin ningún tipo de responsabilidad institucional, ninguna) se les enciende la bombilla y cruzan el Atlántico para plantarse allí en una labor que no sabemos en qué consiste (más que un par de discursos con cierto componente dramático). Está visto que hay gente muy predispuesta a salvar el mundo, aunque aún no hayan salvado ni tengan capacidad para salvar su barrio.
Y, sí, es entonces cuando uno piensa que se nos va. Porque, además, es cierto que existen campañas mediáticas (de los unos y de los otros, ojo) y opiniones mediatizadas por estas. Y es cierto que parece que las mismas llevan a formar algo parecido a bandos, cuando la equiparación con lo que allí pasa raya lo alucinógeno, por lo comentado antes sobre el reduccionismo de ciertos debates. Y porque, además, y por poner un ejemplo explícito, se puede no defender ni por asomo la orientación ideológica de Leopoldo López, pero criticar su encarcelamiento por una cuestión de Derechos Humanos y de legalidad. Y así debiera ser, que las cuestiones de Derechos Humanos se asumieran independientemente de la ideología a la que afecte. Pero no sucede así, y ahí está ese escenario de dos bandos creados artificiosamente, en el que los unos parecen no acordarse de los Derechos Humanos en esta ocasión, y los otros se acuerdan para este tema, cuando en otras ocasiones lo tienen más que olvidado. Un escenario en el que los unos, presuntos adalides de la democracia, olvidan todo lo que esta implica, y los otros se rasgan las vestiduras como si nunca hubieran defendido comportamientos que también atentaban contra los principios democráticos. Sí, definitivamente, se nos ha ido de las manos? O, bueno, esperen. Párense un momento y observen esos dos bandos y piensen si, igual, no es de ahora lo de que se nos haya ido. Quizás ya venía de antes de Venezuela. Quizás ya se nos había ido todo de las manos.
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