Aun faltan veinte días para que se midan en las urnas y algunos parecen necesitar ya un descanso. Iglesias y Rivera debaten a cara de perro, se echan en cara sus amistades peligrosas y, cuando el contrario acierta a pinchar en alguna contradicción, solo aciertan a irse por los cerros de Úbeda. Poco parece importar que algún espectador despistado pueda sentirse desconcertado apenas veinticuatro horas después de haber visto en otro programa de televisión al Iglesias más comedido y condescendiente.
Sánchez admite que su electorado está un tanto desanimado y lo atribuye más a la decepción tras el intento fallido de investidura que a las diferencias internas, lo que puede implicar dar más presión aun a la olla para conseguir caldear el ambiente.
Los de los nuevos pactos esconden banderas y ondean en su lugar corazones, pese a que algunos pueden entender que tratan de conseguir por la vía del sentimiento la adhesión que pudiera resultar más difícil de obtener por la de la razón.
Y los de la anunciada victoria menguante se siguen agarrando a que mantienen el lugar de honor en el podio, aunque este apenas tenga ya el tamaño de un taburete, para seguir reclamando el apoyo para gobernar.
Aún faltan veinte días y la sobreexposición de la mayoría de los candidatos llega a un punto de saturación tal que no faltan electores que llegan a la conclusión de que la táctica más inteligente es la del que se limita a soltar un discurso monocorde y a sentarse a esperar a que vayan desfilando ante él, uno tras otro, rivales agotados por el sobreesfuerzo. Y terminar alzándose con una victoria mínima por abandono de los votantes a candidatos quemados.