El corazón

OPINIÓN

03 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

A la confluencia entre Izquierda Unida y Podemos la define un corazón. El corazón va en la «O» de «Unidos», que es el término que en el mestizaje corresponde a la parte débil de la pareja. Nada raro en estos casos: es quien menos tiene quien más entrega ha de mostrar a fin de que nadie piense que la repentina pasión esconde bajo sus pliegues los prosaicos tejemanejes de cualquier matrimonio de conveniencia. Los corazones son tan elocuentes que muchas veces constituyen un arma de doble filo. Alguna vez, en el instituto, uno recibía varios dibujados en un mensajito que le remitía la chica guapa de la clase y se ponía estupendo sin reparar en que lo que realmente pretendía la susodicha era poner celoso al tío cachas, que solía vigilar la escena con cara de a mí me importa todo menos que una mierda pero ya ajustaremos cuentas en el patio. El amor, y la primavera, avivan las bajas pasiones, y en el corazón confluyen las vertientes más inextricables del cuerpo y el espíritu. «En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto, / y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena», le escribió a su admirada Isabel Freire el poeta Garcilaso, que buen caballero era, por más que ella se dedicara a darle insistentemente calabazas.

Algunos sostienen que el corazón representa el amor puro y verdadero desde que Santa Margarita María Alacoque tuvo una visión en la que tan sanguinolenta víscera se le apareció rodeada de espinas. El Amado (con mayúscula) suele aparecerse bajo los signos más inesperados, y si a Monedero le fluyó por los ojos un Orinoco triste cuando supo de la agonía del comandante Chávez  no veo por qué habría que cuestionar el testimonio de la ilustre beata. En el fondo los místicos verdaderos, los que allá por el XVI se tomaban la poesía verdaderamente en serio, sabían bastante de estas cosas. Santa Teresa, firme partidaria de la confluencia divina, no cesó nunca en sus loas a la belleza del deseado («¡Oh, hermosura que excedéis / a todas las hermosuras!») ni tuvo empacho en airear sus abnegados diálogos con aquél a quien anhelaba entregar su voluntad: «Si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo, / decidme: ¿en qué me detengo? / O vos: ¿en qué os detenéis?». El camino hacia la perfección no era entonces cosa sencilla, como bien supo San Juan de la Cruz («¿Adonde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido?»), y tampoco lo es ahora. Hay quien experimentó en silencio la conversión al ver que sus correligionarios de la Complu se iban a hacer la guerra por su cuenta y luego tuvo que meditar mucho, cociéndose en su propia salsa de estrellas rojas, antes de convencer a la parentela de la bondad del desposorio. Consumado éste en plena noche serena, «con la llama que consume y no da pena», es lógico que sea el corazón el encargado de rubricar el banquete nupcial entre las estatuas del jardín botánico. Se lo escuché hace no mucho a uno de los seudoideólogos del nuevo invento: «Ya ha pasado el tiempo de la razón, ahora tenemos que hablar de sentimientos». Si Marx y Engels levantaran la cabeza, se acabarían muriendo de un subidón de glucosa.