En las artes escritas el uso de la palabra resulta tan fascinante como peligroso. En ellas, ya sea desde las trincheras del periodismo, o bien, desde la pluma en guardia de la literatura, uno de los riesgos más grandes que existe es caer en la tentación de apropiarse el tan pervertido concepto de «verdad». Mucho se dice (y se ha dicho) sobre cuáles son los límites que separan lo supuestamente real de aquello que emana de la imaginación. ¿Cuántas veces no hemos dicho: «en este caso la realidad supera la ficción»? ¿Será que la realidad está cada vez más en crisis, y que gracias a ello es que echamos mano, cada vez más, de la ficción para comprendernos a nosotros mismos? El propósito de este texto no es ahondar en el debate platónico de esas diferencias, o hacer un exhaustivo recuento de los libros que componen El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, simplemente es abrir el plano para la reflexión sobre la multiplicidad de ópticas que se crean en el interdisciplinario terreno en el que pueden llegar a convivir tan armónicamente el periodismo y la narrativa.
Las artes periodísticas y literarias tienen no sólo elementos en común, sino que ambas, como fuentes creadoras de mundos e ideas pueden llegar a ser exquisitamente complementarias. No es tarea fácil, pero es posible. Y para ejemplo tenemos al periodismo narrativo, orgullosamente respaldado por magnas obras como A sangre fría, de Truman Capote, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, El viajero sin propósito comercial, de Charles Dickens, además de tantísimos nombres ilustres más como Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, o uno de mis predilectos, e imprescindible para cualquier aspirante a ejercer el oficio periodístico: Ryszard Kapuscinski. Pero la comunión entre la literatura y el periodismo no ha sido tan fácil como pudiera parecer, y al respecto, Roberto Herrscher, sostiene:
«El periodismo narrativo ha sido siempre una cenicienta sucia y zaparrastrosa sometida a burlas y menosprecios de sus altivas hermanastras, legitimadas por la sociedad.
Para los Escritores que hablan de sí mismos en mayúsculas, el que escribe sobre la realidad, con palabras que dijo gente de verdad y descripciones de lugares que existen, es un segundón. Un aspirante a novelista que no da la talla. Un reportero con aspiraciones. Un plumilla que carece de un mundo interior y una imaginación que le permitan inventar historias, y que debe limitarse a contar lo que ve.
Y los Periodistas con la P grande de Poder suelen ver desde su atalaya a los que cuentan historias reales en vez de dar primicias o de pontificar. Los ven con condescendencia como jóvenes principiantes o ?peor aún- como viejos patéticos que siguen gastando las suelas de los zapatos y sudando por las calles a una edad en que deberían estar apoltronados en despachos con aire acondicionado».
Ahora, si se me permite hacer el paralelismo, encuentro una cierta similitud entre el periodismo narrativo y el tan controvertido concepto de «memoria histórica». Ambos nacen de dos mundos tan complejos, que por desgracia tienden a encontrarse en el terreno de lo antagónico. La obsesión por la descripción minuciosa frente a la fascinación por lo imaginario. El recuerdo de cara al hecho. Pero para fortuna de muchos, la simple voluntad de querer ver qué hay más allá es lo que nos permite comprender su existencia. Maurice Halbwachs, a quien se le atribuye la paternidad del concepto de «memoria colectiva», fue muy crítico con la «memoria histórica», ya que para él, su existencia resultaba imposible. El carácter antagónico de ambos les imposibilitaba un espacio de existencia común. Sin embargo, después de esa dura afirmación, dijo que sí que podría tener cierta funcionalidad, ya que fungiría como crítico de la Historia, la cual, tiende a ser vista como única y universal. Esta última reflexión del filósofo francés (quien, por cierto, murió víctima del Holocausto en el campo de Buchenwald pocos meses antes del final de la Segunda Guerra Mundial) es, precisamente, otro de los puntos centrales de este texto: aunque bajo los cánones del purismo cualquier cosa tiende a ser única e indiscutible, cuando se comprende la complejidad de conceptos como «periodismo» y «literatura», así como de «historia» y de «memoria», encontramos que siempre pueden crearse nuevos espacios interdisciplinarios de contemplación, análisis, reflexión y crítica en donde la existencia de nuevos términos siempre tiene un sentido.
La Memoria se basa en el recuerdo, y éste es muy frágil, además de tener una relación de amor/odio con el olvido. ¿Por qué negarle, entonces, un romance con algo más fuerte, más estable y, hasta cierto punto, más fiable, como la Historia? La «memoria histórica», independientemente de cualquiera de las definiciones con las que cuenta, es un espacio en donde la oralidad deja de ser algo errático, y en donde se le brinda la asistencia de algo muy preciado: el contexto. Así es como este concepto puede servir como una efectiva herramienta para sostener, desde distintos ángulos, el pasado en el presente. Hace ochenta años comenzó la Guerra Civil Española, cruento episodio en donde la Historia y la Memoria del pueblo español se partieron para siempre, como un cristal, en donde por más reparaciones que existan, siempre quedarán las huellas y las cicatrices. Entonces, la «memoria histórica» no puede (y me atrevo a decir que «no debe») servir para negar lo sucedido, independientemente de quien, bajo la batuta política, la utilice. Su grado de funcionalidad es completamente el contrario. Rescatar lo más posible de aquello sucedido, tanto desde los hechos comprobables, como de los testimonios orales; desde el oficio periodístico y la academia, como desde los libros y los nombres de las calles; desde los que nacieron y crecieron pensando que sólo había una versión de lo sucedido (independientemente del bando o de la ideología política), parece una mejor intención de la ?memoria histórica?, en vez de servir como un arma reivindicativa de cualquier versión (generalmente, agotadas y aburridas, ambas).
En 2001 salió a la luz Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Publicación ya considerada como ilustre tanto para el periodismo narrativo como para la «memoria histórica». Libro que, por desgracia, causó más polémica que pasión por desescombrar los oscuros rincones de la Historia y por reconocer que la oralidad también puede ser un puente, fiable y sostenible, entre el presente y el pasado. Claro, será porque siempre es más fácil ceder ante el conflicto, la reivindicación y la polémica, que atreverse a leer (y posteriormente a reflexionar). La pluma de Javier Cercas logra moverse indistintamente entre la ficción y los hechos, magistralmente, lo cual le ha valido mucho reconocimiento, además de muchas otras virtudes técnicas respecto a sus habilidades narrativas. Pero Soldados de Salamina causó mucho revuelo porque no sólo se limita a tratar el tema de la Guerra Civil, sino que sienta un precedente de suma importancia de cómo es que la labor periodística puede convertirse en narrativa, ampliando así cualquier horizonte sobre la comprensión de un hecho. Y para ello sí que es necesario aceptar que el concepto de ?verdad? es absolutamente relativo. Roberto Herrscher, en su libro, Periodismo narrativo. Cómo contar la realidad con las armas de la literatura, sobre este nuevo clásico expone (después de comentar que lo ha leído por tercera vez): «Para mi Soldados de Salamina es un libro grande y complejo porque pone por primera vez la historia y la memoria de la Guerra Civil española en ese plano de complejidad moral, de decisiones duras y sin ninguna salida fácil». Sobre la misma línea, personalmente, me salta una reflexión: ¿Qué tanto es ficción, cuando nuestros prejuicios nos impiden concebir como real aquello que no soportamos? Y cuando me pregunto ¿qué tanto es ficción?, no lo hago con la angustia de saber qué información exactamente fue extraída de los libros de historia y cuál sólo es la invención de un fantástico escritor, mi objetivo no es responderme concretamente (o peor aún, monosilábicamente) sino intentar ahondar en, ¿hasta dónde es que uno puede limitarse en la comprensión de lo, aparentemente, real? Al respecto, Herrscher, hace un paralelismo espectacular entre el libro de Javier Cercas y el filme argentino de Luis Puenzo, ganador de un Óscar: La Historia Oficial. Más allá de especificidades históricas o detalles puntuales sobre la comparación entre la dictadura militar en Argentina y el franquismo, Herrscher, resalta, en esta comparación, la angustia existencial de saber ¿hasta qué punto se es la víctima, así como hasta dónde se es verdugo? Ese, y otros dilemas morales, son bifurcaciones existenciales en donde el lector, o el espectador, necesitan de otros espacios en dónde puedan encontrar respuestas. Espacios más allá del periodismo, la literatura, la Historia o la Memoria, en sus más puras concepciones. Es entonces en donde la realidad se amalgama con la ficción de formas, urgentemente, inesperadas. Es entonces cuando, como dice Juan Villoro: «no hay miradas puras ni realidades intactas».
Finalmente, debo insistir en que no es casualidad que después de haber ejercido como periodistas, muchos den ese intrépido (y envidiable) salto hacia la literatura. Como periodista uno ve muchas cosas. Muchísimas. Unas se perciben de inmediato, pero otras, a pesar de esa inmediatez, tardan muchísimo tiempo en ser aceptadas y digeridas. Algunas se explican fácilmente respondiendo ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?, y ¿por qué?, pero hay otras a las que, ni con el silencio mismo, es suficiente para describirlas. Si todo fuera tan claro y tan puro, ¿cómo podríamos encontrar la magia, entonces, en el periodismo fotográfico?, ¿hasta qué punto, dentro de nosotros mismos, la crudeza de una imagen es un golpe brutal de realidad inconmensurable, o todo lo que se mueve es producto de nuestras ficciones hibridadas con la realidad?, ¿por qué no escribir un relato a partir una imagen fotográfica que coqueta, irónica, insultante o sutilmente ponga a interactuar lo comprobable con lo imaginario? Ernest Hemingway vivió, ejerciendo la labor de periodista, la Guerra Civil Española en primera persona en 1937 y en 1938. Un año después del final del conflicto publicó la novela Por quién doblan las campanas (For whom the bell tolls, en inglés). Otro clásico igual que Soldados de Salamina. Ambos textos utilizan el contexto para hablar sobre todo aquello que acontece en y entre las personas, mucho más allá de la vida política. Amor, desamor, camaradería, traición, doble moral, el dilema de ser «víctima o verdugo», el honor, la pasión, el fanatismo, el engaño y la ignorancia, son elementos que determinan nuestras relaciones, nuestras filiaciones, nuestras acciones, como bien quedó claro en ambas novelas. La política es obsoleta para definirlas o interpretarlas, sin embargo, afortunadamente tenemos a la literatura, al periodismo, a la Historia y a la Memoria para hacerlo. Pero también tenemos al Periodismo Narrativo y a la «memoria histórica». Es cierto que «una imagen vale más que mil palabras», pero una palabra también vale por y para mil imágenes.
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