La indignación y sus resonancias

OPINIÓN

28 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

«En este contraste que hay entre totalidad y suma reside la trágica tensión que hay en toda evolución ... Esto ... significa a su vez empobrecimiento, pérdida de posibilidades que aún están al alcance del estado indeterminado ... en lenguaje aristotélico, toda evolución, al desplegar alguna potencialidad, aniquila en capullo muchas otras posibilidades». (L. von Bertalanffy, Teoría general de los sistemas).

El principal acierto de Stephane Hessel fue el título de su panfleto: ¡Indignaos!. Esa era una palabra a la que uno podía aferrarse sin precauciones. El verbo ?indignar? era una expresión que no se había utilizado antes en ningún movimiento social, como ?luchar?, y por ello repetirla no implicaba retomar otras causas. Y además podíamos repetir esa palabra sin cautelas. Puede que yo, como la mayoría, no crea merecer palabras como ?luchador? o ?rebelde?. Pero la palabra ?indignado? sí estoy seguro de que me cubre como un guante. El valor de una palabra no es sólo lo que significa, sino el discurso que es capaz de abrir. Y Hessel acertó con el término que era fácil repetir y que podía abrir un discurso.

La indignación que llevó a las acampadas de hace cinco años era un estado confuso, en el sentido de que era indeterminado, susceptible de distintos desarrollos o de ninguno. La indignación se nutría de una falta de perspectivas que movilizaba a los jóvenes y conmovía a sus abuelos; de unos políticos percibidos como una clase aparte que flotaba sobre la situación real como el aceite en el agua, sin mezclarse ni entender; y de la sensación de que el sistema no funcionaba o era ajeno. El estado de ánimo indignado puede desarrollarse en movimientos fuertemente reaccionarios. El Tea Party americano siembra con él hostilidad hacia el Gobierno y llama Gobierno a todo lo que sea público. El mal que se denuncia en políticos corruptos y holgazanes se extiende en su discurso hacia los impuestos, la sanidad pública o cualquier servicio público, que siempre es una ?intervención gubernamental? en la vida civil. Un discurso parecido anima la actividad del Frente Nacional francés, que azuza ese estado indignado indeterminado, hacia el problema de la inmigración.

Pero la indignación indeterminada que acampó hace cinco años en España era poco proclive a desarrollarse en agresiones al estado del bienestar. Las acampadas y lo que rodeó el fenómeno fue ante todo un espasmo de complicidad, un encuentro masivo de miradas que de repente se reconocieron y dejaron de sentirse solas. La percepción era que se había degradado el sistema general, que las arterias de la democracia se habían llenado de colesterol, que había que limpiar y devolver a la gente algo que se le había quitado. Pero exactamente eso: que había que limpiar para que la democracia fluyera, no que hubiera que ir a sistemas más autoritarios. Oí en un acto público a Nacho Vegas decir que el 15 M había sido un cortafuegos que había impedido una extrema derecha en España. La observación fue inteligente, a pesar de ser paradójica. Un movimiento que la derecha quiso denostar como de desorden extremista de izquierda se apunta como la barrera que impidió algún Le Pen de esos que tanto añora Javier Tebas. Como dije, el estado de indignación que induce el abandono político y el alejamiento de los partidos del pulso de la gente es un estado indeterminado que puede coger la forma del recipiente que lo haga resonar. El que se canalizase hacia pretensiones habituales de la izquierda (revertir la privatización sanitaria y consiguiente desatención, fortalecer la educación y servicios públicos) y otras menos habituales, pero reconocibles (devolver a la gente el poder que se acumuló de manera viciosa en los aparatos de los partidos, en vez de en las instituciones del Estado) puso la indignación y la movilización correspondiente del lado del regeneracionismo político, y de esta forma no se canalizó hacia la desconfianza en la democracia y hacia actitudes reaccionarias. El comentario de Vegas era paradójico, pero muy perspicaz.

Sólo una pequeña parte de los políticos reaccionaron con hostilidad abierta a aquella amalgama de jóvenes con sus abuelos, de parados y gente bien situada, todos ellos indignados por el deterioro del país. La mayoría reaccionaron con condescendencia y otra pequeña parte, IU, con apoyo abierto. Las aguas de Podemos rodearon rápidamente a todos los partidos antes de que se dieran cuenta y reaccionaran a una descalificación tan masivamente sentida. Podemos no es la forma política del 15 M. Si las acampadas fueron un tono, Podemos es una resonancia, una de las posibles. Algunos ven en el actual Podemos algo muy alejado de la inocencia de aquellas miradas que se encontraron y se reconocieron. Lo decía Bertalanffy: no hay desarrollo que no sea a costa de otros desarrollos posibles, no hay desarrollo que no mate algunas cosas que eran posibles en el estado indeterminado. Un niño pequeño puede aprender a hablar en cualquier idioma. Cuando lo hace en uno, pierde la capacidad de hacerlo en los otros. El desarrollo siempre define y siempre elimina. La resonancia política del 15 M fue determinada las circunstancias y la acción de sus dirigentes. Podemos fue un cauce que dio forma a esa indignación original informe y que canalizó ese estado de ánimo que al principio de esta legislatura se desbocaba rodeando el Congreso, invadiendo supermercados y manifestándose con contundencia en la calle.

Pero el deterioro sigue. No es que el partido del Gobierno siga complaciéndose de su política económica viendo disparatado el paro y viendo la deuda crecer sin control, es decir, viendo un país literalmente arruinado. Ni es sólo que el partido del Gobierno pretenda seguir justificando sus recortes viéndose como se ve su ineficacia para contener esa deuda. Es que es Europa y el FMI quien transmite, de manera cada vez menos velada, que no se trata de que estas cosas tengan que funcionar: es que las cosas ahora son así y se acabó y no podemos decidir sobre ellas. Aquella indignación que hizo a tantos exigir, sin más, democracia sigue necesitando resonar en estos días. Y no estaría de más que resonara en más partidos que en Podemos.

Pero los partidos clásicos siguen poniendo, como domadores, una silla entre las resonancias del 15 M y ellos. El PSOE, el más afectado de todos, se está dedicando a repetirse todo lo que lo diferencia del PP en servicios públicos, protección e igualdad. Sigue alimentando el convencimiento de que la diferencia suya con el PP le da legitimidad natural y permanente y hace equivocados o demagógicos los planteamientos que vengan desde su izquierda. El problema del PSOE no está en sus ideas, sino en lo fácilmente que las abandona y en que él mismo consideraría radical la insistencia en algunas de las cosas que supuestamente defiende. ¿Consideraría templado un partido laico como el PSOE eliminar completamente la religión de la enseñanza pública, por ejemplo? Aún no dio ningún paso para desparasitar las instituciones del control partidario ni para que los gestores se deban más a sus administrados que a la lealtad al aparato interno de los partidos. Sigue sin dar señales claras de repeler a sus corruptos y las malas prácticas. Se limita a juntar con las manos tal y cual aspecto del pasado para convencerse de que ya está, de que ya es un partido regenerado y regeneracionista sin hacer nada más que seguir igual. El PP, por su parte, lleva ya su propia miseria moral como se lleva un chaparrón cuando ya se está empapado. Apartarlo del poder se parece cada vez más a una desinfección.

Cada uno puede hacer el balance que quiera, pero nadie debería engañarse. En estos días nos acordamos de las acampadas que cumplen cinco años sencillamente porque las cosas van muy mal.