Manuel Monereo será cabeza de lista de Unidos Podemos por la circunscripción de Córdoba. No es una noticia de las que hacen parar las escasas rotativas que quedan por ahí, pero podría serlo, si recordamos que, hace tan solo unos meses, cuando Podemos presentó a una candidata sevillana a la cabeza de la lista cordobesa, fueron muchos los medios que se hicieron eco del siniestro. La diferencia entre el entonces y el ahora estriba en que, entonces, fueron los militantes cordobeses de Podemos los que pusieron el grito en el cielo, mientras que ahora se vive en estado de aquiescencia o resignación con respecto a esas decisiones personales e intransferibles de Pablo Iglesias. Pero es curioso que algunos medios dejen pasar la ocasión de hacer sangre. Yo tengo mi propia opinión al respecto, pero la dejaré escrita y sellada y ya hablaremos después del 26 de junio.
Mientras tanto, en Galicia, Anova se dispone a repetir las primarias para elegir a sus candidatos y a sus candidatas para las próximas generales. Son estilos diferentes. Y en política el estilo es importante, es lo que marca la diferencia entre un programa atractivo y una movilización popular: ese matiz que convierte lo razonable en posible, la marca de agua que hace nacer la confianza o abona la suspicacia. Seguramente esas diferencias de estilo están por encima (o al lado) de las formalidades; así, Pablo Iglesias no logró transmitir una impresión de personaje dialogante, preocupado por las inquietudes de los militantes de su propio partido, cuando confeccionó la lista con la que concurrió a las primarias de Podemos previas al 20D, a pesar de que, con todas las tachas que pudiera tener aquel proceso (y tenía muchas, y no es que uno se cortara de airearlas en su momento), había algo fundamental que respetaba, a saber, la pulcritud con que se atenía a un procedimiento que contaba con una adhesión no por acrítica menos mayoritaria. Meses después, esta renovación o confluencia o convergencia o como quiera que se llame la cosa en el momento histórico de hoy, sin ser de otro estilo, transmite una impresión mucho más descarnada y hostil hacia el propio entorno en que Podemos surgió. Hace más visible, si cabe, ese estilo, amplificándolo. Y lo hace porque se puede, esto es, porque ya no está en la agenda de nadie la conformación de las listas de los partidos, un tema fundamental en las discusiones post-15M y que interesó, y mucho, a los medios de comunicación antes de esta última y volátil legislatura.
Son estilos. Y si hay algo en el estilo de Pablo Iglesias que recuerda al de un oso de algodón de azúcar de dieciséis pisos, que lo mismo te mata de hiperglucemia que te aplasta con todo su peso, así también ese estilo, al cruzar la Cordillera Cantábrica, se adapta a los matices del verde y hace de la contradicción su razón de existir, algo loable hasta cierto punto, ya que renuncia a enmascarar lo que no tiene más lecturas que una (y no una lectura agradable). Aquí, por lo visto, es un problema el sexo (con perdón) de Manuel Orviz, cuya evidente e involuntaria masculinidad es un obstáculo para la confección de una lista cremallera. Permítanme ser un poco más pelma de lo normal con este asunto.
El problema de Orviz (número uno en la candidatura de Unidad Popular en las pasadas elecciones y número tres en las próximas, porque tampoco aquí se repiten primarias y además lo han decidido en Madrid, se siente) se soluciona fácilmente si Podemos sustituye a su actual cabeza de lista por un hombre. Desde Podemos no se acepta esa solución: se insiste en que es importante (y estoy de acuerdo) visibilizar a las mujeres como candidatas. En lo que no estoy tan de acuerdo es en que eso sea importante en Asturies pero no en Córdoba, salvo que le presupongamos a Monereo unas virtudes que vayan más allá de lo político y se internen en lo biológico. Desde Izquierda Unida, o Unidad Popular, o lo que toque, se argumenta que Orviz fue candidato elegido en primarias, y eso es cierto, igual que lo fue la candidata de Podemos, de modo que, sin sacrificar el condicionante de género y sin pervertir el resultado de ambas primarias, esto es, sin hacer lo que acaba de hacer Pablo Iglesias con Córdoba, la única opción para presentar una lista cremallera es ascender a Orviz a número dos. Pero entonces sí que podría parecer esto una confluencia y no una sopa de siglas con tropezones. Por alguna razón, ahora las siglas son irrenunciables.
Dejemos ya ese asunto. No tiene arreglo posible, fundamentalmente porque las matemáticas se empeñan constantemente en echar por tierra los mejores deseos de la humanidad, no como las religiones y los politólogos, que los elevan al cielo antes de dejarlos caer estrepitosamente. Lo que todo esto tiene de elocuente no es, creo yo, la contumacia con que algunos se empeñan en resolver lo irresoluble, sino de nuevo la expresión sin caretas, sin disfraces, de un estilo. Y de los efectos electorales de ese estilo vivirán, bien o mal, varias generaciones, como nos tocó a otras crecer y reproducirnos bajo la égida de estilos un poco más marciales, más ideologizados, bastante menos poéticos y más o menos igual de democráticos. El tiempo y el esfuerzo invertidos por Podemos en poner a este, quitar a la otra o justificar la presencia del de más allá hacen difícil de digerir, sin sonrojos, el argumento de más peso con que cuenta a la hora de pedir el voto en estas elecciones o en cualesquiera otras: que sus oponentes son unos impresentables. Este apego suicida a la teoría del mal menor está muy cerca de llegar al borde: habrá desborde, pero en caída libre, en el momento en que los votantes, que son muchos y no están todos abonados al canal de Telegram de Íñigo Errejón, se planteen si es buena idea que los presupuestos generales del Estado los maneje alguien con tanta afición a creerse un genio.
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