Ministro de la Infamia

OPINIÓN

18 may 2016 . Actualizado a las 20:27 h.

Ocurrió a las pocas semanas de mi llegada a Bruselas, en otoño de 2014.

Fui al despacho de Pablo Echenique para preguntar a compañeros de su equipo algo sobre un informe legislativo. Tenían puesta la tele, estaban viendo las noticias. Pararon las conversaciones y el tecleo; veíamos a gente desesperada intentando saltar la valla en Melilla, desde el sur, y cómo la Guardia Civil la esperaba, al norte, porra en mano. No es que nos sorprendiera la noticia, que por repetida no dejaba de ser hiriente. Pero en aquella ocasión la cámara puso el foco en uno de los migrantes al que bajaron de la valla a golpes y que acabó cayendo al suelo como un fardo. Lo seguían zarandeando y hostigando a pesar de que no se movía; ni siquiera daba muestras de estar vivo. Intenté hacer un comentario acerca de la quiebra moral y, tal vez, legal, que implica ser un servidor público y ensañarse de esa manera con alguien desesperado e indefenso, por muchas órdenes que haya recibido. No pude acabar la frase. Seguía viendo violencia sobre alguien inerte y la angustia me oprimió el estómago.

Salí apresuradamente y fui corriendo a mi despacho para no llorar por el pasillo. Tania González, que estaba en el despacho contiguo, con el que está comunicado por una puerta siempre abierta, vino a mi lado y me ayudó a pasar ese momento de zozobra. Uno de esos momentos en que la rabia y la frustración te hacen cuestionar la utilidad de instituciones políticas como aquella a la que acabábamos de incorporarnos.

Cómo es posible que un representante de la voluntad popular pueda ordenar o avalar semejante intervención. U otras, tanto o más desalmadas; como las que estamos viendo desde hace meses en Europa con quienes huyen de la guerra siria o de la miseria de otros países.

Entre las explicaciones que dio el ministro sobre aquel episodio incluyó, sin rubor, la de que el migrante agredido, de forma incompatible con nuestra neurofisiología, probablemente fingía el desmayo. No solo justificaba esa agresión bárbara y gratuita sino también el hecho de arrojar al migrante de nuevo al sur en ese estado, seguramente inconsciente, violando la legalidad nacional e internacional. Un caso recurrente hasta la náusea en que se resuelve una disonancia cognitiva retorciendo el discurso para justificar acciones infames: agresiones despiadadas para defender la patria de una invasión de menesterosos.

Estos gobernantes que, para más inri, se nos presentan piadosos y, en un Estado aconfesional, mezclan la responsabilidad institucional con sus creencias personales al asociar sus símbolos religiosos con organismos públicos. Y, así, encomiendan los cuerpos de seguridad del Estado a santos o vírgenes, con medallas que no hacen sino relucir aún más su hipocresía: su falta de misericordia, de honradez y de honestidad, entre otros valores cristianos.

Desde entonces he pensado muchas veces en escribir sobre aquello. No puedo dejar de recordar, con angustia, aquellas imágenes. O las de la reportera húngara que derribó de una zancadilla al migrante que huía con su hijo en brazos. O las de las familias sirias, afganas o somalíes vagando por el invierno europeo o hacinadas en Yarmuk, Lesbos o Calais. En fin. No encontraba la energía suficiente para hacerlo hasta que el otro día oí que el ministro del interior decidió condecorar a los guardias civiles que participaron en una de esas agresiones.

¿Acompañará el ministro la condecoración con una estampa de la Santísima Virgen de los Dolores de Archidona? ¡Qué cruz de país!

¿Y la próxima semana??

La próxima semana hablaremos del gobierno.