Era el 2 de mayo de 2020. El 2 de mayo. Durante toda mi infancia el 2 de mayo fue una pesadilla de fusilamientos, los del maestro Goya. También fue el día después del primero de mayo, fiesta muy celebrada en mi familia. Y también es el día en que mi madre se fue.
Pues era el 2 de mayo de 2020. Tres doses y dos ceros. Cabriolas de la numerología. Había una ciudad en el imaginario de mi infancia que era alegre, desbordante de vitalidad, energéticamente poderosa. Castreña, panorámica, peninsular. Y abierta, muy abierta. Abierta de mente y abierta de paisaje. Abierta de corazón.
Una ciudad inconformista y revolucionaria. Siempre cambiante, como la calima que la adorna misteriosamente algunos días.
Una ciudad sufrida. Esforzada. Currante. Inquieta. Culta. Utópica. Hecha de metal y mineral. De metalúrgicos y mineros. De astilleros. De arena, salitre y pescadores.
Pero aquel 2 de mayo de 2020 todo eso parecía ya una historia lejana, casi literaria. Como inventada.
Aquel 2 de mayo de 2020, Gijón brotaba en un silencio celestial, y se acercaba con fruición a la mar de sus sueños. Nada de griterío, ni de bullicio, ni de los ya clásicos cagamentos en dios o en la virgen…
Los habitantes de la ciudad paseaban, con una mezcla de resignación y alivio, el burka que nos puso a todos, sin distingos, el fatídico coronavirus.
La ciudad resistente había resistido el primer envite de una nueva Era de incertidumbre y miedo. Había sido disciplinada, obediente y hasta conformista. Insólito, Gijón conformista.
Aquella mañana del 2 de mayo de 2020 muchos habíamos madrugado, para ir a ver la mar, para caminar, para acariciar la libertad arrebatada por una molécula maldita…
Y la playa de Gijón, con tantos siglos de vida en su seno, yacía en un mutismo infinito solo roto por los rizos de las olas.
Los gijoneses, a veces gritones, atrevidos, intrépìdos, cálidos y risueños, se habían transformado en poco más de 40 días. Como su playa, como su mar, susurraban al viento y las miradas…
2 de mayo de 2020: la ciudad rebelde con causa comenzaba una incierta desescalada, tan abierta como su otrora mente.
Atrás quedaban los aplausos de las 8, o de las 9, o de las 10… Atrás quedaban los himnos y las banderas, los símbolos de unos y de otros. Atrás quedaban el arresto domiciliario más largo que muchos hemos conocido, y las ausencias, demasiadas ausencias.
La ciudad resistente había resistido, sin apenas contestación social, sin demasiado duelo, en una especie de modo ‘soft’.
La ciudad resistente abría sus ojos atónitos, y su corazón. Lo hacía con rabia, con impotencia, con dolor, con pasotismo, con sabiduría…
Aquel 2 de mayo la ciudad tomó plena conciencia de que jamás nada volvería a ser como antes… De que estaba librando la primera batalla de una guerra que transformaba el mundo muy aprisa.
Aquel 2 de mayo, Gijón supo que todo aquello en lo que había confiado, tal como canta Amaral, tenía los días contados…
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