«La transformación de Gijón en los últimos 20 años es tremenda: está irreconocible»

GIJÓN

Vicente Díez Faixat, en su estudio de arquitectura
Vicente Díez Faixat, en su estudio de arquitectura Manuel Benito

El arquitecto Vicente Díez Faixat repasa el pasado y el presente de una ciudad que, según cuenta, se estudiaba «como ejemplo de desastre urbanístico» en sus tiempos de estudiante en la Escuela de Arquitectura de Madrid

02 dic 2019 . Actualizado a las 17:34 h.

Cuenta el arquitecto Vicente Díez Faixat (Gijón, 1950) que, en 1991, cuando presidía la Fundación Municipal de Cultura de Gijón, un grupo ultrarreligioso pidió al Arzobispado de Oviedo «que nos incoasen un expediente de excomunión» por organizar una exposición del fotógrafo americano Robert Mapplethorpe. «Lo triste es que no llegó a término, quedó en la mesa del arzobispo Gabino (Díaz Merchán), pero le dio mucha fama a la exposición. Fue la segunda más visitada de Gijón, después de una de grabados de Goya, y hasta tuvimos que contratar seguridad privada». Es una de las muchas anécdotas que atesora este gijonés solidario y apasionado de la cultura japonesa. 

«En la carrera teníamos que estudiar una vivienda unifamiliar cualquiera y mi padre, que me conocía muy bien, me propuso que fuera una hecha por un arquitecto japonés que se llamaba Kenzo Tange. Era moderna con elementos muy japoneses y no entendía nada en ella, ni cómo funcionaba la cocina ni por qué sólo sacaban las camas por la noche». Su padre era José Díez Canteli, el arquitecto de la Universidad Laboral, y, al abrirle las puertas de aquella casa, sabía que acabaría imbuido por la sensibilidad y el sosiego de un país en el que tiene grandes amigos.

Díez Faixat sigue trabajando en su estudio de arquitectura de la calle Ribadesella aunque «tengo la edad en la que en otros gremios estaría jubilado», pasa tiempo entre amigos en La Revoltosa, la librería café de uno de sus hijos, y últimamente se ha involucrado en la plataforma que quiere que el solarón siga siendo un parque. «Mucha gente me pregunta cómo un arquitecto puede estar en una plataforma que no quiere construir. No, los arquitectos hacemos ciudad y la ciudad también son los vacíos, los espacios públicos, los parques, las plazas, las calles, todo. Me apetece ser útil, evidentemente quiero construir pero con sentido. Que valga para algo».

-Pasó su infancia en el barrio del Carmen…

-Mis padres vivían en la calle de San Bernardo, pero se mudaron cuando yo tenía un año. Y de hecho mi madre me daba el pecho en una ventana que miraba a la playa, aunque se mudaron muy pronto al Carmen y ahí vivieron toda su vida. Como mi padre era arquitecto, la casa en la que vivíamos era muy grande porque era mitad estudio y mitad vivienda. El estudio estaba en medio y teníamos que cruzarlo para ir al comedor o al baño. Mi vida se desarrolló prácticamente entre planos. Nunca pensé ser otra cosa que arquitecto. Fue algo natural y, aparte, mi padre vivía la profesión con una pasión inmensa. Lo transmitía, o al menos a mí me lo transmitió. 

-¿Qué recuerdos guarda del Gijón de su niñez?

-El Gijón que yo recuerdo era muy reducido en tamaño. Y realmente lo era, pero en el barrio vivíamos en cierto modo en una burbuja. Mis hermanos y yo estábamos bastante sobreprotegidos, consecuencia quizá también del momento y del ambiente familiar, y mi recuerdo de aquel Gijón se centra más en el barrio del Carmen, que ahora es otra cosa. Era un Gijón muy limitado y todo estaba como muy a mano. De aquélla no se podía ir a la zona de Fomento porque era un barrizal, el Humedal era un lugar que se encharcaba a menudo y en donde se instalaba el circo y Cimadevilla era una ruina que conocíamos más por referencia que por haber ido. A mi padre le tocó hacer muchos periciales en Cimadevilla y nos contaba anécdotas que me quedaron grabadas…

-¿Por ejemplo?

-En la cocina de una casa a la que tuvo que ir había un agujero que daba al piso de abajo. Mientras una señora cocinaba arriba, podías ver a unos niños jugando en el piso de abajo. Era una situación tremenda que hoy sería inconcebible. Era otro mundo enfrente del nuestro y a mi padre le dejó muy impactado. 

-¿Dónde jugaba con sus hermanos de niño?

-Mi madre nos llevaba a pasear o jugar al Náutico, que era el parque que había, o al espacio que hay debajo de la cuesta del Cholo, al lado de la comandancia. Ir al parque de Isabel la Católica era toda una excursión. Y ya en los 60 íbamos mucho con amigos a la Universidad Laboral. Las obras habían acabado a finales de los 50, y también íbamos mientras mi padre trabajaba en ellas. Nos quedábamos en un prau jugando con mi madre. En la Laboral conocíamos todos los escondrijos exteriores. En sitios interiores no entrábamos porque estaban todavía las monjas, que nos daban galletas. 

-En los 60 y 70 Gijón empieza a crecer de manera caótica. Seguro que, como arquitecto, ha analizado muchas veces lo que se hizo en esa época.

-El crecimiento fue caótico, sí, pero hay una zona en la que, pese a coincidir con esos años, sí hubo una intención urbanística y se desarrolló una ordenación interesante. En la zona del ensanche, lo que es el Gijón antiguo hasta la plazuela de San Miguel, que articula toda la ordenación hacia el mar desde la calle Uría, con calles en cuadrícula. Pero el resto, a su aire y además durante mucho tiempo. En la zona de El Bibio, en donde había parcelas muy irregulares, se ve un caos de cosas extrañas: hay una serie de edificios paralelos pero el resto es un pequeño engendro con otras alturas que también pasó en otras ciudades, aunque en Gijón de una forma más patética. Yo sentía cierta vergüenza porque, cuando ya estaba en la Escuela de Arquitectura de Madrid, Gijón se estudiaba como ejemplo de desastre y de descontrol urbanísticos. Pero no solo se estudiaba en Madrid, sino también en Estados Unidos. Cada cosa era de su padre y su madre, no había ninguna intención, ningún interés, era cuestión de construir. 

-En 1967 empezó a estudiar la carrera de Arquitectura en Madrid. 

-Me marcó mucho. Estudié toda la carrera en un colegio mayor, el Covarrubias, y ahí de repente se me transformó la mente desde todos los puntos de vista. De vivir en una especie de burbuja, en la que no concebía otra realidad que no existía ni en la prensa, ni en casa ni en las conversaciones, pasé a conocer otras muchas más y a ver que todo era discutible. Conocí a gente que militaba en grupos de izquierda, que luego dejaron de estar tan a la izquierda, pero que fueron los que hicieron la transición. Tuve mucha amistad con gente interesante. Me impactó sobremanera Josep Borrell. Estudiaba cinco carreras a la vez, cada año cuatro pero como le sobraba tiempo hacia cursos los fines de semana de paracaidismo, vuelo a motor… Era un fenómeno y un tío absolutamente normal. Ahora verlo tan engolado de ministro…

-Sus primeros años de carrera coincidieron también con un periodo muy interesante desde el punto de vista de la arquitectura. 

-Había arquitectos ortodoxos, maestros en el sentido tradicional de la palabra, pero luego también arquitectos probos, como hippies, que hacían cosas más utópicas que luego serían la base de movimientos que hubo. Pero para mí no era tan nuevo porque mi padre estaba puesto en las últimas tendencias. Era muy anglófilo y admiraba a un famoso arquitecto austríaco, Richard Neutra, que trabajaba en Estados Unidos y, gracias a que yo le conocía físicamente por eso, le reconocí en la escuela cuando estudiaba segundo. Nadie sabía quién era y me lo encontré apoyado en la pared y a su mujer, que tocaba el violonchelo, sentada en una silla. Le habían invitado a dar una conferencia y nadie le había ido a recibir. Me aferré a él como un clavo ardiendo y estuve viviendo una semana con él en Madrid. Esas cosas pasaban. Me invitó a ir con él a trabajar a Los Ángeles cuando acabase la carrera, pero murió al año siguiente. 

-Así que, al terminar la carrera, regresó a Gijón.

-Y era una lucha constante porque no se valoraba el trabajo de los arquitectos. El cliente necesitaba un arquitecto porque la ley así lo obligaba pero no entendían para qué. Era una lucha contra los contratistas que sabían más que los arquitectos… Es cierto que estábamos un poco divinizados. En la escuela muchos de mis compañeros eran hijos de. Era la carrera de prestigio. Una nieta de Franco era compañera de mi hermano. Toda la alta sociedad estudiaba arquitectura. Pero era difícil, y si empezamos casi 2.000, acabamos como 100, pero por muchas razones. 

-A su vuelta a Gijón, ¿llegó a trabajar con su padre?

-Colaborábamos en algunas cosas con mi padre, con naturalidad, en unas sí y en otras no. Siempre fue mi maestro y hasta los últimos días, que murió con 97 años, le consultaba. ¡Como para no aprovechar a alguien así!

-¿Cuáles fueron sus primeros trabajos en Asturias?

-Empecé a trabajar el 1 de enero de 1974 y, desde lo que entonces era el Ministerio de la Vivienda, me encargaron varios proyectos de planeamiento porque mi especialidad era urbanismo. Hice algunos en varios sitios pero, en Cangas del Narcea, fue el principio y el fin de mi dedicación al urbanismo. En seis parroquias no nos dejaron ni entrar. Nos echaban a pedradas. No sé lo que se imaginaban, que si éramos de Hacienda…, no querían saber nada de nosotros y fueron seis manchas blancas que quedaron en el planeamiento que teníamos que hacer. Vi lo que se cocía dentro y mandé el urbanismo al carajo. Coincidió, además, con que ya había transferencias a la consejería de Cultura y me hicieron un encargo de evaluación de los equipamientos culturales de todos los concejos de Asturias. Tuve varios encargos de ese tipo que me permitieron conocer Asturias a fondo. Fue muy interesante. Hicimos 22 casas de cultura, aunque algunas ya no existen o se han quedado pequeñas, y siempre intentamos hacer intervenciones sobre el patrimonio que ya existía. 

-¿Por ese trabajo le propusieron presidir la Fundación Municipal de Cultura de Gijón en 1989?

-Nunca lo supe bien, no querían a un político y yo nunca lo fui. Soy político como el que más, con mi ideología, pero nunca afiliado a ningún partido. Me lo habían propuesto antes y había dicho que no. Me gustaba más la arquitectura, pero me lo volvieron a proponer por consenso de todos los partidos y no pude decir que no. Y menos mal porque fue una experiencia maravillosa. Al principio estábamos en un piso. No había nada. Durante los ochos años que la presidí me tocó vivir la expansión cultural, con todos los equipamientos en los barrios, la sede actual y las excavaciones arqueológicas. 

-¿Qué destacaría de esos años al frente de la Fundación de Cultura en un momento, además, crucial para la ciudad?

-Fue un momento muy tremendo para Gijón porque coincidieron las crisis sustanciales, el carbón, la siderurgia y los astilleros. El paro alcanzaba casi el 50%. Tuvimos la suerte de que Tini Areces, al que no conocía ni tampoco le había votado, se pusiera en contacto conmigo. Vi a un tío apasionado con lo que hacía, que ponía Gijón por encima de los intereses del partido. Luego dirán lo que quieran, estarán a favor o en contra, pero contagiaba entusiasmo. Se trabajaba muchísimo, noches y fines de semana, porque el reto era rescatar los orígenes, la historia de Gijón, y sacarle partido. 

-En 1997, la presidencia de la Fundación pasó a recaer en el concejal de Cultura entonces. ¿Lo echó de menos?

-Cuando aquellos años de efervescencia ya no lo eran tanto, decidieron meter a un político, en el sentido de que se hiciera cargo el concejal de Cultura. Vi el cielo abierto, porque en un momento determinado creí que no tenia sentido estar más de ocho años, pero tampoco quería dimitir porque estaba a gusto. Después lo eché mucho en falta. Había formado parte de muchos proyectos y vivido situaciones privilegiadas como la amistad con Chillida, que para mí era un ídolo.

-¿Cómo surgió que creara para Gijón el Elogio del Horizonte?

-De una conversación con el arquitecto Paco Pol, que hacía el PERI de Cimavilla. Quería un hito y Tini, cuando a Chillida le dieron el Premio Príncipe de Asturias, se lo planteó directamente. 

-El Elogio, hoy símbolo de la ciudad, no fue bien recibido de primeras…

-Es algo positivo. Cuando ponderan mis proyectos, según quien lo haga, lo considero un halago o pienso que he fracasado. Pues lo mismo en Gijón, cuando hay una unanimidad a favor, algo falla. Es imposible. Al acabar en la Fundación de Cultura me encontré con que no tenía nada en contra. Nadie me echó en cara nada y llegué a pensar que era porque no había hecho nada, aunque con el tiempo me fui dando cuenta de que sí y una parte de lo que se hizo se lo debo a las secretarias que tuvimos en la Fundación, María Josefina Merediz y Dora Alonso.

-¿De cuál de sus proyectos en la ciudad guarda mejor recuerdo?

-El primer proyecto que hice con cierto interés fue la parroquia de la Resurrección. Tras el Concilio Vaticano II, muchas iglesias se transformaron, se les daba la vuelta a los altares para ponerlos de cara al público y, en la carrera, teníamos de profesor a Javier Carvajal, que nos propuso hacer un proyecto parroquial. Mi padre había hecho algunos y tenía relación con Tarancón. También con el cura Silverio Zapico, que fue al que llamé cuando nos propusieron el proyecto para que me ayudara. Me dieron un sobresaliente y, al cabo de unos años, a Silverio le dieron una parroquia y quiso que fuera la que había hecho en el proyecto, en el que le di forma a lo que él me había contado. Luego ya le imprimiría mi trasfondo japonés. 

-¿Cuál es su rincón favorito de Gijón?

-Voy muy poco, pero el entorno del Elogio del Horizonte. Santa Catalina en general, que es un sitio que nunca está muy lleno de gente y en el que me encuentro muy a gusto. Me siento muy orgulloso de Gijón en él. Es un lugar en el que estás por encima sin estarlo y la pieza de Chillida me fascina. 

-En el 2000 publicó un libro sobre la arquitectura gijonesa. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

-El libro ya no vale, las necesidades eran otras, y está muy desfasado. Lo escribí en 1999 y la transformación de Gijón en estos 20 años es tremenda: está irreconocible. Omito muchas cosas porque no existían y hoy son imprescindibles. Se metió la pata seguro en bastantes, pero creo que se hicieron con buena intención por parte de los arquitectos y de las administraciones. Y se hizo mucho. Lo fundamental es que se recuperó la historia de Gijón y es un adelanto brutal. Y se hicieron piezas arquitectónicas bastante interesantes. Sí me dio pena que se perdiera el sabor tradicional del muelle de pescadores, pero los tiempos mandan y la ciudad tienen que crecer mientras vaya en aumento.

-Ahora Gijón pierde habitantes. El boom de la construcción quedó muy atrás. 

-Llevamos unos cuantos años de enorme despiste. La crisis estalló hace diez o 12 años, pero los arquitectos lo empezamos a notar antes. Fue la gran estafa de la historia y la mejor planificada. Se está viendo ahora con las privatizaciones, con cómo se están regalando las cosas a precio de saldo… Antes hacíamos concursos, pero de repente empezaron a ser ofertas económicas en las que el diseño poco a poco fue desapareciendo y las bajas que se manejan ya parten del 50%. La arquitectura se está convirtiendo en una aplicación de normas de obligado cumplimiento que cambian continuamente y que se están olvidando de la vida de las personas. Antes se abrían y se cerraban ventanas para ventilar la casa, ahora por normativa tienes que tener automatizado el sistema de ventilación. Nos están llevando a encerrarnos en nosotros mismos, a no oír el ruido de la calle y aislarnos.

-La tendencia ahora, no obstante, es humanizar las ciudades… 

-Porque se ha perdido el sentido de lo común y los lugares de encuentro de la ciudad van desapareciendo. Tampoco quiero ponerme nostálgico, pero esos sitios antes podían ser las sidrerías, pero ahora ya tampoco se puede escanciar. Y lo acepto, salvo lo de los cines, que es una cosa que me gusta muchísimo, pero lo que significaba ir al cine antes, yendo a cenar después para hablar de la película. Ante todo esto, surge la contrapropuesta de hacer una ciudad más habitable y creo que tendrá que llegar… Y más en este momento, tal y como está la pirámide de la población en Gijón absolutamente invertida, con la juventud que se marcha -dos de mis tres hijos están fuera porque no pueden estar aquí- y, por otro lado, vivimos más tiempo del que se vivía antes. No hay quien cuide a las personas mayores. ¿Qué va a pasar? En Asturias perdemos población, sobre todo en Gijón, y me constan dos datos: que somos la ciudad más sucia de Europa y la más envejecida. Son dos datos muy tristes. Algo está fallando. No soy un político que pueda sugerir ideas, pero hay que facilitar mucho las cosas para que haya trabajo, para poder vivir de una manera razonable. 

-¿Cómo ve el futuro de Gijón?

-Echo en falta imaginación y pasión. Echarle ganas y hacer que Gijón recupere su identidad. Con la actual proliferación de plataformas reivindicativas de cosas muy concretas y muy lógicas, se va a tener que escucharlas y las cosas van a tener que cambiar. La ciudad, tras haber cambiado muchísimo, inició un declive que llegó al colapso total de los últimos ocho años en los que ni siquiera había mantenimiento básico como tapar baches, que es algo que hay que hacer sí o sí. Y hay que crear ilusión y alternativas. Mi generación, por decirlo de alguna manera, está amortizada y tenemos que favorecer las iniciativas de quienes nos empujan desde atrás. Como arquitecto lo veo claro. Lo primero que le pregunto a un cliente son sus aficiones y me tienen llamado cotilla, pero si quieres favorecer a la gente no basta con que te saquen un papel cuadriculado con lo que quieren que les hagas.