Un taller organizado por la asociación de vecinos Gigia recupera el interés por las peculiaridades del barrio alto de Gijón a través de los motes de sus vecinos
05 ene 2019 . Actualizado a las 01:45 h.Chelo la Mulata se lanza a cantar la copla de la calle Atocha, que no debe su nombre a ninguna virgen sino a que en ella antaño vivió una mujer a la que conocían como La Tocha. Chelo la Mulata, «por Chelo no me va a conocer nadie», está participando en un taller de apodos de Cimavilla, de cuando todos los habitantes del barrio alto de Gijón tenían el suyo, y se deja llevar por los recuerdos que aún le vienen a la memoria. Tiene 91 años y es una de las pocas playas, y playos, que quedan para contar la historia de cuando Cimavilla era el barrio de pescadores.
«Todos parábamos en esta calle. Allí, en aquel bajín, nací yo y ahí justo vivía un chaval cojo al que atropelló un camión», dice, señalando a la pequeña casa de la calle Atocha en cuya pared Ana González Ferrero (Anina Hood) ha dibujado un crucigrama a tiza con los espacios en blanco de siete de los muchos más de 400 apodos de los playos y las playas de Cimavilla que se han ido recopilando a lo largo de los años. El Truenu de Xixón, el Besuguito, el Ratonín, la Faraona, la Rebeca, Pesopluma o la Mona van apareciendo en la primera actividad del taller organizado por la asociación de vecinos Gigia de Cimavilla e impartido por González Ferrero.
En el año 2000, por ejemplo, se recopilaron buena parte de los motes de Cimavilla en la publicación Cimadevilla recuperada. Atlas playu. Hace dos años, González Ferrero puso en marcha La Casa de la Memoria de Cimavilla para que esa parte de la historia de Gijón, en la que tan importante son los testimonios de quienes la vivieron, no se pierda. «Uno de los objetivos de La Casa de la Memoria es recuperar historias del barrio para darles visibilidad y así mantener las señas de identidad de Cimavilla. Los apodos familiares vienen de muy antiguo y, aunque han sido recopilados en varias publicaciones, no siempre es fácil saber de dónde procede cada uno. Las historias se van perdiendo y aquí empieza una de nuestras labores», explica González Ferrero.
Con el taller, que ayer se celebraba por segunda ocasión, se pretende implicar a personas mayores y jóvenes en el conocimiento de las peculiaridades de Cimavilla. «El barrio, por sus características, mantiene su idiosincrasia y aún hoy se siente como un pueblo dentro de la ciudad. Que sea su historia viva quien transmita este conocimiento le da mucho más valor», añade González Ferrero.
Investigación en marcha
En un segundo juego, los participantes del taller tienen que unir los nombres de pila con los apodos. Jaime Pesopluma, Agustina la Rebeca, Octavio el Mexón, Ana la Polesa, Amparo la Gargansona, Pepe Matarranes, Argentina la Chichona o Tino el Balanchu. Efectivamente, de la mayoría no se sabe por qué se apodaban así. «Es muy complicado», dice Luis Rivera, que fue vocal de Cultura en la asociación de vecinos Gigia y al que conocen en el barrio como el yerno de la Mulata. Y a su mujer, Aida Artime, expresidenta de la asociación vecinal, Aidina la Mulata o la fía de la Mulata. «Hay muchos motes que perviven y la mayoría no sabe decirte de dónde vienen. Simplemente que lo han heredado de un antepasado lejano», explica González Ferrero, que de momento sigue recopilando historias e investigando. El mote de la Gargansona, por ejemplo, podría venir del francés grand garçon (chico grande)…
El que sí está claro es el de la Mulata. «La Mulata tenía un tío que se casó con una chica que era cubana«, explica Iker, uno de sus bisnietos. «Mi padre nunca quiso ser patrón de barco, pero cuando pasaba algo le venían a buscar siempre», recuerda de su infancia la Mulata. «En una ocasión vino a buscarle la Policía y en la casa se quedaron todos horrorizados, pero en realidad era para que les ayudara a buscar minas en el mar», añade Aida Artime, que recuerda otra de las historias que su madre sigue teniendo muy presentes en la memoria, como aquella ocasión en la que al padre de la Mulata le dieron un diploma por haber salvado a una familia cuya embarcación zozobraba en la mar. «Le quisieron regalar un barco, pero dijo que no quería nada».
Con la Casa de la Memoria, historias como ésta, de patrones, marineros de pesca y mujeres como las cigarreres, se irán recuperando para que no se olviden.
-«Voy decite una cosa. ¿Ónde tá el mi nombre?», pregunta Chelo la Mulata, cuando el taller ha terminado.
De momento, si no lo borran, su nombre está escrito en tiza en una de las paredes de uno de esos solares abandonados que abundan en Cimavilla...