Negocios que reparan lo que nadie puede en Pontevedra: de arreglar botas de lujo que nadie recoge a radios antiguas

Nieves D. Amil
nieves d. amil PONTEVEDRA / LA VOZ

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José Ares, en su tienda de reparación de calzado de Pontevedra
José Ares, en su tienda de reparación de calzado de Pontevedra Ramón Leiro

Sus oficios no encuentran sucesor, pero todos coinciden en que a pesar del paso de tiempo tienen actividad. Un afilador, un zapatero y un reparador de electrónica cuentan su día a día

08 oct 2024 . Actualizado a las 20:37 h.

Apenas son quince metros cuadrados. Un espacio más que reducido para trabajar y poder vivir del negocio, pero José Ares es capaz de sacar rentabilidad a un local en el que repara decenas de zapatos cada día. Lleva haciéndolo desde que tenía 13 años. Como muchos de los artesanos que quedan en la ciudad, aprendió de la mano de su padre en la primera zapatería que tenían en César Boente. Hace un par de décadas que se mudó a la plaza de Galicia y es testigo de como ha cambiado un oficio del que vive y sobrevive. «Un 30 % de lo que reparamos nadie lo viene a recoger», explica Ares, mientras señala los zapatos huérfanos que acumulan polvo en unas estanterías en las que se cuentan por cientos. «Una persona dejó cinco pares de botas buenas y nunca más volvió a por ellas. Las acabamos usando para piezas», advierte.

Este es el cambio de hábitos que han dejado los nuevos tiempos y que sigue sorprendiendo a José Ares. Él saca adelante el trabajo, pero recalca que atrás quedaron las jornadas en las que poner tapas era lo más frecuente. «Ahora todo es pegar, los zapatos están hechos para que duren un año, te valgan 20 o 200 euros», recalca un zapatero que además de reparar, aconseja al cliente. «Si no hay remedio, se lo digo, pero a veces vienen diciéndote que vieron un tutorial en Google», dice con resignación en una época en la que cree que la sociedad se ha vuelto más exigente y menos transigente.

La zapatería que ya fundó su padre cree que morirá en sus manos. Los negocios artesanos difícilmente tienen herederos. No se enseñan en escuelas, su única vía de aprendizaje es trabajar al lado de un profesional. «Esto es un arte, no se aprende», señala José Ares. Y tiene trabajo. Cada día medio centenar de personas buscan en este rincón de la plaza de Galicia quien le dé una nueva vida a sus zapatos.

Carlos Gómez, de Cuchillería Gómez, en una imagen de archivo
Carlos Gómez, de Cuchillería Gómez, en una imagen de archivo CAPOTILLO

Basta estar una mañana en el mostrador para ver el trajín que tienen estos escasos 15 metros cuadrados. Es casi el mismo con el que amanece Cuchillería Gómez frente a la plaza de abastos. Hoy no está Carlos Gómez, una intervención quirúrgica le mantiene apartado unos días de un negocio que también heredó de su familia y en el que se formó después de estudiar magisterio. Se resiste a cerrar. Y más en esta época en la que en apenas media hora han entrado buscando un paraguas media docena de clientes y se han quedado a charlar con la dueña. Nieves los atiende con cariño, pero con la preocupación de tener a su marido hospitalizado. Tendrían que estar jubilados, pero le da pena dejar de dar el servicio después de 62 años subiendo la verja frente al mercado . «Si viniese alguien que se quisiera quedar con el negocio sería maravilloso. Se lo dejábamos ya», reflexiona.

No habrá tercera generación de Gómez en la cuchillería. Su hijo se dedica a otra profesión y su hija falleció hace unos años. Todavía le duele pensar en ello y estando en la tienda le da menos vueltas a la cabeza, pero ahora empieza a pensar en que tanto esfuerzo pesa demasiado. «Estar aquí no es ya el dinero, me da paz», comenta la esposa de Carlos, que si en algo insiste es en la cantidad de trabajo que hay. Echa de menos que haya jóvenes que quieran implicarse en el oficio y aprender de la mano de Gómez, como ya hizo él de su padre. «Nosotros ya no lo vamos a hacer, pero hasta se puede ir por los restaurantes para afilarle los cuchillos y las tijeras. Hay trabajo de sobra», apunta Nieves para demostrar que estos negocios del pasado tienen futuro.

Se aprende haciendo horas

Al igual que José Ares, en la cuchillería reconocen que no hay quien enseñe este oficio tradicional para no tener que cerrar cuando decidan jubilarse. Solo se aprende echando horas. Estos autónomos las hicieron de críos junto a sus padres y aunque los tiempos han cambiado, siguen siendo necesarios. «Uno de los mayores problemas que encuentro es la falta de recambios. Para eso no hay solución, a veces tengo que recurrir a la importación», señala Carlos Martínez, de Electrónica Martínez, en Santa Clara. Tras el mostrador de este negocio están él y su mujer, Martha Portela. Es difícil que saquen un minuto para poder contar su día a día. El goteo de clientes apenas le deja tiempo. En media hora han entrado a comprar un teléfono fijo, arreglar un par de radios, un mando a distancia e intentar devolver el sonido a un aparato de hace tres décadas. «Antes hacía más reparaciones, pero ahora las radios pequeñas cuestan diez euros. No es que duren poco, es que no te vale la pena repararlos por lo que cuesta una nueva», dice, sabiendo que echa piedras contra su propio tejado. Aún así , asume trabajo «por vocación».

Carlos Martínez y Martha Portela, de Electrónica Martínez, en Santa Clara
Carlos Martínez y Martha Portela, de Electrónica Martínez, en Santa Clara Ramón Leiro

Casetes en las estanterías

En un local muy ordenado sorprenden las estanterías con vídeos VHS y casetes, que todavía hay quien se los lleva para escuchar en muchos magnetofones que siguen funcionando. En cierto modo, entrar en Electrónica Martínez es viajar al pasado. Ellos esperan adaptarse al futuro, estar unos cuantos años más después de estar al pie del cañón desde 1981 cuando su padre y su tío, emigrantes retornados, pusieron a andar un negocio que comenzó centrado en los electrodomésticos. «Nos adaptamos a los tiempos. De ahí pasamos a ser una especie de bazar y ahora solo electrónica», apunta Carlos, mientras cambia las pilas a uno de los aparatos.

Es pesimista sobre el futuro. Sus hijos no seguirán el negocio. Muere con ellos. Han dejado de abrir los sábados por la tarde para poder vivir, pero incluso le costó dar ese paso después de años de sol a sol. Tras la pandemia dejaron de reparar teléfonos porque surgió mucha competencia. «Ahora Amazon nos va matando. El comercio local va desapareciendo», lamenta este autónomo, que comenzó de pinche de su padre haciendo reparaciones que ahora casi nadie puede hacer, pese a amenaza de los tutoriales con los que muchos clientes esperan ahorrarse unos euros.