Receta para un encierro a la filipina

Bernaldo Barrena
Bernaldo Barrena GLOBAL ASTURIAS

ASIA

Reparto de comida gratuita en Filipinas
Reparto de comida gratuita en Filipinas ROLEX DELA PENA

Así se vive en el país asiático la pandemia del covid-19, y así se comportan sus gobernantes y ciudadanos

18 may 2020 . Actualizado a las 14:10 h.

Eric Flores observa a un agente del Departamento de Bienestar Social y Desarrollo hablar con un ciudadano filipino. Le está entrevistando para comprobar si puede ser elegible para el programa de ayuda social que el gobierno está repartiendo entre los más necesitados debido a la crisis del coronavirus. Cuando el agente pregunta, en perfecto inglés, qué uso piensa darle a dicha ayuda, Eric se extraña. Se pregunta si realmente es la mejor idea utilizar el idioma anglosajón para ofrecer una ayuda que va destinada a las familias más humildes del país.

Para su sorpresa, el ciudadano comienza a responder a la pregunta, también en inglés: «Ser beneficiario es tanto un honor como una responsabilidad. Si me convirtiera en uno de los beneficiarios, usaría mi voz para influir en los jóvenes, a fin de que compartan lo que tienen; especialmente a los que están en situación de necesidad». Eric se ríe, porque la estructura y locuacidad de la respuesta le son bien conocidas, ya que imitan a uno de los programas de televisión más vistos de todo el país: El concurso de Miss Filipinas.

Se habla mucho de la sorprendente obediencia con la que los españoles afrontaron la etapa más dura del confinamiento. Por titánico que haya sido el esfuerzo, resulta una nota a pie de página del cambio radical que han dado los filipinos a sus costumbres sociales. Porque en Filipinas, la interacción social es tan necesaria como beber agua o respirar.

Las fiestas y celebraciones en casa de los amigos se hacen con un celo casi religioso y la comida se comparte y prepara en cantidades casi pecaminosas. Los centros comerciales, enormes estructuras que en algunos casos llegan a ser tan grandes como pequeños pueblos, abundan por la ciudad como oasis con aire acondicionado donde los manileños se refugian en su tiempo libre y donde llevan a toda su familia los fines de semana. Si el lema turístico del país quedase vacante, no cabe duda de que un buen candidato sería «siempre juntos, como uno solo».

Pero el 16 de marzo, cuando el presidente Rodrigo Duterte declaró la cuarentena estricta en la isla de Luzón, quienes vivimos en la gran cuidad nos despertamos en un mundo distinto. Controles en las carreteras, estaciones de desinfección, chequeos de temperatura y una cifra: 170, el número de casos en el país que dio al Gobierno el empujón definitivo para decretar un cierre casi total. Hubo protestas, pero fueron mínimas.

Porque los filipinos son un pueblo sociable, pero también precavido. Si creen ustedes que el coronavirus da miedo, deberían ver el pavor que una factura de hospital puede causarle a una familia humilde en este país. En Manila el papel higiénico no se agota, porque los filipinos se asean con agua y jabón cuando usan el excusado. El lavado de manos es habitual y concienzudo, y el alcohol para desinfección de manos se puede obtener en tiendas y supermercados desde hace décadas.

A falta de un sistema sanitario tan robusto como el español, Filipinas tiene dos bazas muy potentes para luchar contra esta epidemia: una cantera de médicos y enfermeras donde casi todo el mundo roza la excelencia en su profesión y un pueblo acostumbrado a extremar la higiene personal, ya que la prevención no solo evita enfermedades, también la factura de hospital.

Mientras tanto, el departamento de salud filipino actualiza datos a diario, incluyendo casos activos, casos totales, fallecimientos y también estadísticas sobre ingresos por centro hospitalario, camas disponibles, porcentaje de ocupación de las ucis y de uso de los respiradores. Todos estos datos son accesibles desde la página web del departamento de salud. Además, el Gobierno está entrenando más profesionales para realizar test PCR y, si bien las urgencias y hospitales todavía no están excesivamente colapsados, ya hay preparados y parcialmente en uso grandes centros de cuarentena con conectividad wifi, así como habitaciones de hotel a disposición de los trabajadores médicos que las necesiten.

En Filipinas, una persona lleva mascarilla por cuatro razones: está enferma y no quiere contagiar, hay una epidemia y no quiere estar enferma, tiene alergia o se quiere proteger contra la polución. Nadie, absolutamente nadie, piensa que llevar mascarilla sea exagerar. Una lección que ellos ya tenían aprendida y a los occidentales nos ha costado cientos de miles de vidas.

Desde el Gobierno, se ha decretado que, salvo trabajadores esenciales, las empresas deben habilitar el teletrabajo o les será prohibida su actividad mientras dure la cuarentena. Efecto colateral de esta medida es el drama que viven y vivirán miles de trabajadores pertenecientes a lo que en este país se llama «economía informal», que trabajan o bien sin contrato o en condiciones tan precarias que no acudir a la actividad laboral significa no recibir ningún ingreso para ese día. Por eso, el Gobierno ha planificado la entrega de dinero en metálico que, si bien imperfecta, al menos está evitando una tragedia mayor.

Los políticos de la nación, siempre a la gresca, han decretado tregua en lo que respecta a la epidemia causada por el coronavirus. Figuras que antes estaban enfrentadas se mandan mensajes de apoyo. La actual administración se reúne con expertos que asesoraban a gobiernos de color opuesto, mientras los alcaldes de las ciudades que componen la región capitalina declaran que los planes para la desescalada deberían ser comunes, sin privilegios excepcionales, porque saben bien que, o salen todos de esta, o nadie saldrá.

Sobre el papel, la cuarentena estricta tendrá su fin el día 15 de mayo. Pero todo el mundo da por hecho que la nueva normalidad no será tan liviana como en otros países. En Filipinas apenas existe debate sobre la duración del confinamiento porque, si bien la economía preocupa, hasta los mercantilistas más recalcitrantes saben que no puede haber economía sin vida. Otra lección que, esperemos, no le cueste a Occidente más muertos a la hora de aprender.