Franco llevaba 20 años viajando sin parar hasta que llegó a A Coruña: «Enamorarme de una gallega me hizo quedarme»
ACTUALIDAD
De Argentina a A Coruña: después de recorrer Latinoamérica, cruzó el Atlántico y llegó a Europa. Se define a sí mismo como un alma nómada que se ha instalado (por ahora) en Galicia
21 abr 2023 . Actualizado a las 16:13 h.Franco Ciampichini (Río Cuarto, Córdoba, Argentina, 1983) se define a sí mismo como un napolitano que nació en Argentina. Siempre lleva en su mochila un cepillo de dientes; un esnórquel —por si hay dónde bucear—; un termómetro —desde la pandemia— y, como buen argentino, su mate. Antes, aunque ahora ya no, viajaba sin móvil o cualquier otro dispositivo tecnológico que lo pudiera distraer. En lugar de eso, enviaba cartas, postales y correos electrónicos como recuerdos de sus viajes.
Estudió periodismo donde cultivó muchísimo su curiosidad, aunque reconoce que siempre hubo dentro de sí un impulso por saber más. Siendo un chaval, y con esas ganas de comerse el mundo, cuando tenía 18 años hizo su primer viaje. Durante el período académico trabajaba para ahorrar dinero, y coordinaba sus clases de tal forma que le quedara todo el verano libre.
La primera vez, se fue durante 50 días al norte de Argentina. «De chico íbamos mucho allí. Tengo un tío que es de la región de Salta, y me da la sensación de que esa parte de Argentina es mucho mejor; sucede una magia, huele diferente, se siente diferente, es como si hubiera una línea divisoria entre lo pijo y lo no pijo. Es el lugar donde se mantienen las cosas más autóctonas, sin la invasión de la globalización», reflexiona ilusionado.
Comenzó a viajar, entonces, de su casa al norte y, de allí, a todo lo que fuera limítrofe: el norte de Chile, Paraguay, Brasil, Bolivia... «Siempre programaba los viajes de tal forma que pasara por Salta al regreso, y lo que hacía era pasar por los lugares que ya conocía, y uno más, pero me di cuenta de que no se podía todo», relata. Así que empezó a hacer viajes más lejanos. «Tenía la idea mochilera romántica de conocer todo el Imperio inca, pero no lo logré, como otro millón de cosas», narra.
Recorrió los Andes para llegar a Perú, luego para llegar a Bolivia, para llegar a Chile, fue a Machu Picchu, hizo amigos, estuvo de cámping en muchos de esos lugares, y, al finalizar el verano, regresaba a su casa. Un día, esos viajes cortos dejaron de ser suficientes. Ya había terminado la carrera, les había entregado el diploma a sus padres, como se suponía que tendría que hacer, y había montado un negocio con unos amigos que había conocido en uno de sus viajes, pero «dentro de mí algo que me decía que lo mío no era estar en un solo lugar. Es difícil de explicar, pero mi cuerpo se expresa un montón: me dice cuando estoy bien, cuando estoy mal, y cuando debo moverme de un lugar», explica. Así que se embarcó en un viaje que, en sus planes, duraría unos pocos meses, pero se quedó un año entre Perú, Ecuador y Bolivia. Ya no había vuelta atrás.
Regresó a Argentina, otra vez, recogió dinero y, guiado nuevamente por esa fuerza interior que lo impulsaba, cogió un avión hasta México, donde estaba su hermano, y pasó más de dos años fuera de su casa.
«Estuve en Tulum; en ciudad de México —vivía en Coyoacán, donde queda la casa de Trotski. Allá iba a tomar mate junto a su tumba—; en Chiapas, San Cristóbal, en los Caracoles zapatistas; y me fui, con una idea romántica, a conocer Zihuatanejo, en el Pacífico Mexicano», enumera ilusionado. Estuvo cerca de un año en el país de los mayas, llegando a las ciudades en las que se quería instalar y trabajando en hostelería o en lo que encontrara.
En el 2017 se embarcó hacia el sur. Pasó por Guatemala, Honduras, El Salvador, Belice, Nicaragua y, cuando llegó a Panamá, entre cruzar en avión o lancha a Colombia eligió la segunda opción. «Entre la aventura de llegar por mar, o la seguridad de llegar en aéreo, obviamente elegí lo primero», dice con gracia.
En Colombia, como en todos sus viajes, tenía una idea del tiempo que estaría, pero no se cumplió. Terminó quedándose más tiempo. «Estuve en Medellín, trabajaba en un hostal a cambio del alojamiento y la alimentación. Y me encantó. Estuve allí, en el Eje Cafetero, en Cartagena... Fue el primer país en el que, al irme, mientras cruzaba la frontera por Ipiales —al sur— sentía que debía quedarme», relata con nostalgia.
En ese momento, sin embargo, ya tenía otro proyecto en mente: conseguir su nacionalidad italiana. «A mí Europa nunca me había interesado. Yo quería conocer América Latina y ya está. Pero, en ese momento, se me despertaron las ganas de venir. Mi idea era conseguir la nacionalidad y después comenzar a viajar», dice.
Al llegar a Argentina, averiguó el proceso para hacerse ciudadano polaco, por su abuelo pero, al no tener suerte, decidió que lo más fácil sería hacerlo a través de su abuela italiana. «Lo único que necesitaba era su partida de nacimiento y un documento que demostrara que ella nunca había renunciado a su nacionalidad. Esa era la piedra fundacional del proceso», explica.
Con los papeles en regla, mil euros en el bolsillo y la idea de comenzar a viajar al tener la ciudadanía, Franco cruzó el océano y se embarcó en una nueva aventura. Fue el primero de su familia en volver a Italia, después de que su abuela saliera del país cuando tenía solo 5 años, entre la Primera y la Segunda Guerra mundial.
Averiguó dónde tenía que realizar los trámites, se fue a Vasto, un pueblo en la provincia de Chieti, y se quedó enamorado de Italia. «Yo amo Roma, he ido unas 15 veces y me encanta. También Nápoles. Siempre digo que soy un napolitano que nació en Argentina, aunque no tenga descendientes comprobados de allí», dice.
Trabajó en hostelería, jugó en el equipo de fútbol del pueblo, se enamoró, hizo amigos, llevó el pasaporte de su abuela al lugar donde quedaba su pueblo —lo había destruido un terremoto— ... «Yo era un rolling stone», dice. Todo marchaba a la perfección hasta que llegó la pandemia. «Lo pasé muy mal. No te voy a decir que pasé hambre, pero sí comía arroz y legumbres una gran parte del tiempo. Cuando pudimos salir, me dediqué a trabajar muchísimo, a doble jornada, para poder recoger dinero por si volvían a cerrar todo, que de hecho fue lo que pasó», narra.
Empezar de cero
Pasó la pandemia, todo parecía estar otra vez sobre ruedas, pero ese instinto que Franco tiene entrenado le dijo que era tiempo de volver a marcharse. «Lo sentí, avisé a mis amigos, y me fui», así: radical, sin pensarlo, siguiendo los mandatos del sentir.
«Para hacer la mochila, me tuve que deshacer de un montón de cosas. Las fui dejando por la ciudad, o regalándolas. Fue muy difícil, sentía que era volver a empezar de cero», confiesa. Minutos antes de partir, se dio cuenta del peso que tenía en la espalda y se deshizo todavía de más.
Tomó un bus a Roma, estuvo en Bolonia y en Venecia, siempre con la posibilidad abierta de quedarse en un lugar, pero no lo hizo. Pasó por Francia y, al final, tal como se suponía que haría tres años antes, tras conseguir su ciudadanía, llegó a Barcelona. «Mi idea era quedarme allí, tenía una amiga. Pero para poder trabajar tenía que hacer un N.I.E, y ponele que la siguiente cita es para el 2080, no podía esperar tanto. Una amiga italiana me contó que en Galicia era mucho más rápida la cita, así que me vine para acá», relata.
Vino a A Coruña, como siempre, con la idea de irse, pero entre una cosa y otra, a pesar de las lágrimas por volver a empezar, la ciudad lo terminó atrapando. «Tenía un mal trabajo, no conocía a nadie, no me gustaba mi piso... Yo lloraba y pensaba: ‘¡¿Qué hago acá?!’. Estaba listo para marcharme», relata.
Justo en ese momento, todo empezó a cambiar. Consiguió un buen trabajo, conoció a alguien, se enamoró, y, sin muchas intenciones, ya lleva un año en la ciudad. «Si no estuviera de novio, no estaría aquí, pero no tengo cómo comprobarlo», dice, con la seguridad de que en cualquier momento puede volver a hacer su mochila y comenzar una nueva aventura. «El amor es una buena razón para tomar decisiones. De repente tengo una novia, un perro y un gato. Pero así como yo me estoy quedando por amor, quiero pensar que mi chica también me movería si un día le digo que nos vayamos», concluye con la mochila en un cajón, pero con la convicción de que una vez que se es nómada, nunca se deja de serlo.