Ayer se cumplieron 20 años desde que la viguesa se convirtió en la primera española en ascender sin oxígeno
27 may 2019 . Actualizado a las 23:28 h.26 de mayo de 1999. Chus Lago (Vigo, 1964) ponía sus pies en la cima del Everest, tras dos meses resistiendo a más de 6.000 metros. Coronó los 8.848 en miércoles. Apenas se cruzó con cuatro personas en el último estirón. Todos se ayudaban de oxígeno. Ella, no. Muy diferente aquella estampa a la que destila hoy el techo del mundo, convertido en destino turístico.
-¿Qué piensa cuando ve ahora esas aglomeraciones en la cima?
-Las comerciales te van diciendo: pon un pie aquí, un pie allá, te van portando el oxígeno... por cada cliente hay cuatro personas contratadas asistiéndole. Yo tuve que subir nueve veces al campamento I, que está a unos 7.100 metros, para llevar todo el material, las cuerdas, las tiendas, la comida, el combustible... Y de ahí al campamento siguiente. Los que entran en las expediciones comerciales no tienen que hacer nada de eso. No hay trabajo, no hay toma de decisiones, no puede compararse. Aquel Everest que yo viví no tiene nada que ver con el show de estos días. Y no es porque vaya más gente, es que la mayoría no son alpinistas.
-¿Cómo vivió las últimas horas antes de asaltar la cumbre?
-Los intentos a la cima previos habían sido un desastre. Tres muertos, un rescatado y el único que había conseguido subir, el portugués Joao Garcia, había sufrido graves congelaciones en el descenso. Le afectaron a la nariz -se la reconstruyeron después- a las orejas, a todos los dedos de manos y pies. Recuerdo que cuando llegó ante mí, en el campamento base, se quitó las manoplas y me dijo: «Mírame». Se acercó solo para decirme eso. Era su forma de advertirme.
-Cuando llegó el momento de la verdad, ¿cuántas vueltas le dio?
-Tenía conmigo a Sandu, un porteador que no era guía ni tenía experiencia. Hicimos dos noches a 7.800 metros. En la primera hizo mal tiempo. Sandu se quería bajar. Me repetía que la expedición se había acabado. La segunda, por suerte, vimos las estrellas. Y a las dos de la mañana, partimos hacia la cima. Salieron también un grupo de georgianos, un italiano -Sergio Martini- y un americano. Todos llevaban oxígeno, excepto yo.
-No es un matiz cualquiera.
-Ir sin oxígeno te convierte en la persona más frágil del mundo allá arriba. Tienes muy poco tiempo para sobrevivir, tu capacidad física queda mermada a un 8%. Estás vendida. Cada paso que das es muy meditado, valoras dónde pones las manos. No había los preparados energéticos de hoy. Llevaba solo un gel y un termo de café.
-Y llegó el momento de coronar.
-Eran las once y media de la mañana. Me hice unas fotos testimoniales con Sandu y me quedé allí sola viendo al infinito. Para mí fue muy trascendental. Me senté y busqué en el horizonte el Cho Oyu, que era la cima en la que había ensayado lo más difícil, aprender a tomar decisiones por mí misma. Fue como si se cerrase un círculo de siete años con el Everest en mi cabeza, como si algo explotase en la cima. Me puse a llorar. No llevaba ni equipo, ni radio, nada. El teléfono lo había dejado en el campamento base.
-Y todavía restaba el descenso.
-La cara normal -la que se ve en las fotografías de estos días con la gente apelotonada- tiene un punto crítico. La dificultad de la otra, por la que yo iba, es que estás mucho tiempo, más de tres kilómetros, por encima de los 8.000 metros y tiene varias zonas de escalones. En la bajada nos encontramos una botella con un resto de oxígeno que habíamos dejado en la subida. «Olvida la cima», me decía, «no habrás conseguido nada si no vuelves». Pensé en mi madre, que me decía: «Si tú te mueres, nena, yo me muero». Las historias no son perfectas y la usé. No estaba tirada por el suelo, ni alucinaba, pero sentí la presión y la utilicé dos horas. Llegué al campamento base a las seis de la tarde.
-¿Sintió alivio al ver la tienda?
-Sandu siguió el descenso al siguiente campamento y yo me quedé sola a 8.400 metros. Lo pasé fatal. No me podía tumbar, respiraba como un pez al que sacan del agua, escuchaba mis latidos. Apenas pude descansar. Estaba deseando que amaneciera para seguir bajando.
Cuando Chus Lago enfiló el Everest, coincidió en el campo base con alpinistas georgianos, americanos, italianos y mexicanos. Pero nadie que estuviese a través de una agencia comercial. Eran otros tiempos. La gloria le llegó al tercer asalto, tras dos intentos fallidos.
-¿Qué frustró la primera tentativa?
-Éramos quince personas en la expedición de 1992 y tuvimos muchos problemas de convivencia. Fracasó porque nos llevábamos mal, el ambiente era irrespirable. Acabé abandonándola y me acogieron en una cívico-militar.
-¿Se ha sentido señalada por ser mujer en la alta montaña?
-En las grandes expediciones sí, no solo por alpinistas españoles, también por franceses e italianos. Cuando ven que subes y bajas, que vas más rápido, que no los necesitas... me decían: «Te vamos a subir». Le repliqué a un italiano: «No, mira, perdona, tú no vas a subirme a ningún sitio, eso tenlo claro». Luego, tras hacer cima, me retiraban la palabra. No soportaban ver que una mujer no los necesitaba. Por eso me alejé de todo aquello y he funcionado mucho mejor sola.
-Volvió en 1998, por el Tíbet.
-Llegué a Katmandú y me dijeron: «No puedes subir porque no hay nadie en ruta, es un peligro». Me obcequé en intentarlo y compré las cuerdas. Por suerte, llegaron otro italiano y tres franceses. Alcancé los 8.400 metros. Era octubre, el viento empezó a soplar con mucha fuerza y se rompieron las tiendas de altura. La mía resistió pero la de los franceses, no. Ya no paró de soplar. El último de los 58 días que tenía de permiso, bajé.
-Y no tardó en regresar.
-Seis meses. Cuando volví, el Everest tenía mucha piedra a la vista. Fíjate si había soplado el viento, que había desenterrado diecisiete cadáveres, incluido el de George Mallory, que llevaba 75 años desaparecido en la montaña. Era toda una leyenda, nunca se supo si llegó a hacer cumbre o no.