La Copa Libertadores ha terminado convertida en la Copa de los Conquistadores, como la bautizaron los más reacios al cambio de sede. El partido que hizo girar la vista del aficionado europeo hacia el viejo fútbol de la calle se ha convertido ahora en un espectáculo prototípico del tan denostado fútbol moderno, con el encuentro de vuelta de la final en el escaparate de otro continente. La violencia ha recordado el drama que palpita en el fondo de la sociedad argentina. No solo por la locura de unos (muchos), sino por el espectáculo que tantos han ofrecido alrededor de la suspensión, con todas las partes intentando sacar ventaja en un teatrillo lamentable de patéticos regates cortos.
El partido de la gente termina con solo una élite de aficionados que pueden organizar un viaje trasatlántico contrarreloj a un estadio ajeno. Una broma de desplazamiento en avión que al final no bajará de los tres mil euros. La imagen internacional de Argentina se acerca a los peores prejuicios sobre un país que tantas veces quiere y no puede salir del pozo. Porque el atractivo espectáculo de Madrid significa en realidad la derrota de muchos.
Puesta en marcha la operación para dejar a Sudamérica sin su partido del año (¿no habría sede alternativa a Buenos Aires?), España brinda un detalle fraternal que conlleva un reto organizativo. El gesto ante una situación excepcional revela también las contradicciones de un puñado de dirigentes empeñados en torpedear el Girona-Barça de Miami con excusas ideadas para alimentar su enfrentamiento personal con Tebas. Florentino Pérez, alérgico a que un solo partido entre los 380 de una Liga se dispute en Estados Unidos, y tan forofo para negar el Santiago Bernabéu para las finales de Copa, tuvo ahora un ataque de generosidad. Lo mismo sucede con Rubiales, desatado ante que los encuentros traspasen fronteras si los monta la Liga, pero encantado de que este sobrevuele el Atlántico para parchear su tocada imagen internacional después de quedarse fuera del consejo de la FIFA.
El Bernabéu puede ofrecer un partido pasional y un final digno tras un bochorno de superclásico. Que Argentina suelte por fin el lastre de una cultura de cierta tolerancia a la violencia que mancha un país maravilloso.
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