Pleno de confianza, da un festival ofensivo para devorar a Wawrinka y ganar su décimo Roland Garros
11 jun 2017 . Actualizado a las 23:49 h.Rafael Nadal Parera alcanza el 10. En un partido impecable que resume toda su ejemplar trayectoria deportiva sumó su décimo título de Roland Garros. Ya tiene quince grandes. Continúa la cuenta que se había detenido tres años antes en la Philippe Chatrier. Un paréntesis en su tiranía que permitió primero a Djokovic, luego a Murray y en enero a Federer lucir en su lugar. En la pista que le ha hecho eterno, el mallorquín desborda confianza. Tanta que le dio la vuelta la duelo de estilos que se anunciaba para la final. No hubo espacio para el arreón ofensivo del suizo Stan Wawrinka, ni para resistencias heroicas de Nadal. El español mandó desde el primer momento hasta vencer por 6-2, 6-3 y 6-1. Primero gracias a la colocación y la fiabilidad, y luego con golpes ganadores desde todos los rincones de su pista preferida. Tan soberbia resultó su exhibición que a la final le faltó la tensión de un resultado ajustado. Con 31 años vuelve a gobernar el tenis como jamás nadie hizo sobre una misma superficie. Como un extraterrestre manda en la arcilla, donde fueron cayendo las grandes plazas. Décimo título en Montecarlo, décimo trofeo en Barcelona, décima Copa de los Mosqueteros en París. La victoria en Roland Garros llega otra vez sin ceder un solo set, con solo 35 juegos en contra en siete partidos. Asombroso.
Un festival de juego
En toda la final, Nadal apenas cedió una bola de break. Sucedió en el tercer juego, cuando todavía ponía su maquinaria en marcha. No volvió a tener Wawrinka otra oportunidad de romper el servicio que ahora tan bien le funciona al mallorquín. Luego selló Nadal el 5-2 con un punto redondo: potente servicio, derecha agresiva y volea de revés. Comenzaba entonces a tomar las medidas de la pista con ángulos ajustados, con cambios de altura en sus golpes, con un ritmo y una intensidad que fueron desfondando a Stanimal. Lanzado al ataque, desactivó todo el peligro que podía plantearle un Wawrinka hasta ayer invicto en sus tres finales de grand slams. Un zarandeo enorme. Derechas poderosas y reveses cruzados con veneno. Todo, con el habitual equilibrio Nadal, que terminaría la final con 27 winners y 12 errores no forzados.
De la impotencia pasó Wawrinka a la desesperación. A morder la pelota, a revelar con gestos su asombro ante el nivel de Nadal. No le quedó más que aplaudir. Literalmente. Porque el segundo set de Nadal, sobrado de confianza, regaló golpes imposibles. El Nadal inverosímil de siempre. Porque solo así, con golpes imposibles, sin mirar y a la línea, con ángulos que desafían las leyes de la física, se pueden alcanzar diez títulos de Roland Garros, el torneo que más desgasta, el que exige siete partidos al mejor de cinco sets sobre tierra batida.
La raqueta de Wawrinka acabó en pedazos a punto de terminar el segundo set. Nada descolocó a Nadal, que prolongó su festival de golpes a las líneas. La final casi había concluido ante un rival que ya pedía directamente ayuda al público. Pero Nadal aún pudo gustarse todavía más. Disfrutar su gran obra, dejarse caer sobre la tierra y llorar. Feliz con el 10.