La hinchada rojiblanca invadió el campo y homenajeó desde dentro, uno a uno, a sus héroes
16 may 2016 . Actualizado a las 19:53 h.Advirtió Borja Blanco, el afanoso speaker de El Molinón, unos minutos antes de que Alberto Undiano Mallenco certificara con tres benditos pitidos la salvación del Sporting, que era «muy importante, repito, muy importante» que los treinta mil extasiados hinchas que abarrotaban el Coliseo gijonés no invadieran el campo al acabar el partido. Fue prohibir lo improhibible; poner diques a una mareona convertida en tsunami rojo y blanco en los últimos días. La magnitud de la hazaña que es que un equipo confeccionado para mantenerse con apuros en Segunda División ascienda al Olimpo del balompié mundial y se aferre a él doblando la testuz de titanes como el Atlético de Madrid o el Sevilla no puede ser objeto de celebraciones civilizadas. Hubo invasión de campo, hubo arrancamiento de tapines del venerable césped de El Molinón y hubo poda de las redes de las dos porterías en las cuales sendos chicharros de Jony y Sergio Álvarez obraron el milagro.
«¡Sí se pudo, sí se pudo!», cantaban los invasores, no todos ataviados con el rojo y el blanco de equipo local porque alguno prefirió para la ocasión el blanquiverde del Betis, cómplice necesario de la epopeya. «Musho Beti, musho Beti, ¡eh!», había cantado a coro El Molinón más de una vez a lo largo del partido contra el Villarreal, imitando del grito de guerra del aliado hasta el acento meridional. No fue el único club ajeno al partido concreto disputado del que se acordó el respetable durante y después del encuentro: también para el vecino ovetense hubo cánticos, en este caso poco amistosos y destinados a recordar a los archienemigos que en la Asturias futbolística sigue mandando el Sporting.
El club había preparado, para la contingencia de que el Sporting salvara el pellejo, una celebración oficiada por el humorista Alberto González, a quien tal vez recuerden de papeles como La Marquesina y programas de la autonómica como De folixa en folixa. Consistía la cosa en homenajear a cada uno de los héroes haciendo que éstos salieran del vestuario de uno en uno, enfundados camisetas blancas con un gran «Gracias, Gijón», a fin de que la hinchada los ovacionara desde las gradas. Se hizo igual, pero no desde las gradas, sino a la suficiente cercanía para no sólo aplaudir sino abrazar y dar palmadas en la espalda. A todos se coreó mucho, pero el aplausómetro rozó el colapso con algunos nombres concretos: Jony, Isma López, Carlos Castro, Pichu Cuéllar... También con Alen Halilovic, balcánico guaje que emergió de las entrañas del templo escanciando una botella de sidra. Y también, muy sobre todo, con el Gran Maestre de la cosa: don Abelardo Fernández Antuña, alias Pitu, que fue manteado por sus chicos.
La celebración concluyó con lanzamiento de voladores y unos fuegos artificiales modestos como el club pero igual de sonoros, como llamadas perdidas a un Manuel Preciado que observase desde los cielos la reedición de sus gestas. Con ellos se puso fin a la celebración en el estadio, en proceso ya de desbordarse hacia todos los rincones de la ciudad y muy especialmente hacia la plaza del Marqués, bajo cuya estatua de Pelayo ha gustado siempre el Sporting de celebrar sus triunfos tal vez por el simbolismo que encerra la efigie del primer rey de Asturias. También él dio de sí, hace mil trescientos años, más de lo que las casas de apuestas le predecían.