
Discutido y controversial, el director napolitano es un firme defensor del preciosismo, posible incluso en los entornos más sórdidos. Paolo Sorrentino ha vuelto a dividir a crítica y público con su última película, «Parthenope»
13 feb 2025 . Actualizado a las 18:26 h.Hay que pensar en Paolo Sorrentino como un rinoceronte blanco africano. Una especie casi extinta. Amenazada por hordas de cazadores furtivos. Uno de los últimos grandes poetas de la imagen, con mundos y obsesiones internas que crean un cuerpo a veces confuso, pero en realidad perfectamente definido. Es difícil no sentirse abrumado con la tarea de embutir los muchos rasgos imprescindibles de su arte en unas pocas líneas. Y esto es decir bastante, porque no quedan tantos directores vivos que no quepan en un par de párrafos. Su cine tiene ciertos regustos, ciertos aromas que retrotraen a muchos maestros del pasado y, a la vez, a ninguno en particular.
Se le suele comparar con Fellini. En su preciosismo lírico podría intuirse también algo de los Taviani. Incluso en su mala leche política, que no saca muy a menudo a pasear, pudiera parecer que se está disfrazando de Elio Petri, Francesco Rossi y compañía. Pero todo esto son racionalizaciones. Y así no se lee a Sorrentino. Sorrentino es un exaltador de las pasiones crudas, brutas, bellas en un sentido casi animal. En ocasiones, y esto saca de quicio a más de uno, no quiere decir nada con sus piruetas estéticas. Nada más, se entiende, que la demostración viva de que existe algo precioso en cada rincón de la existencia —¿y no es eso, acaso, decir mucho?—.
Las bellezas grandes y pequeñas
El mundo está comenzando a creer que tiene calado a Sorrentino. Y lo cierto es que es bastante probable que ni el propio Sorrentino se tenga calado a sí mismo. Porque, ¿quién es él en las honduras de su corazón? ¿El huérfano desesperado y triste de Fue la mano de Dios? ¿La melancólica levedad del ser de La gran belleza? ¿El trágico triunfo final de la pasión de Las consecuencias del amor? ¿El romanticismo imperfecto y humano de La juventud? Un poco de todo. Es, a un tiempo, un excelente prestidigitador, un señor con un sentido de la estética superdotado y un creador literario salvaje, desordenado e incorregible —como lo han sido no pocos grandes genios—.
Habla entre líneas y a gritos. Navega entre la sutileza y la purpurina más extravagante. Para entenderlo bien, si es que tal cosa es posible, hay que abrir la mente al poder de la imagen y al poder de la historia como entes separados. Que a veces coinciden y a veces no. Que a veces reman en la misma dirección y, otras, una contra la otra. Hay verdad y hay intimidad en sus historias. Y aquí va un ejemplo para los incrédulos. Paolo Sorrentino fue realmente un huérfano desesperado y triste en el Nápoles maradoniano.
Perdió a sus padres en un trágico escape de gas, de la noche a la mañana. Tenía 17 años y frente a él se dibujaba un mundo indescifrable, hostil y feo. Pero, incluso transitando los callejones sucios e irregulares de la vida, aprendió a separar, en cada esquinita del camino, un pequeño momento o una fugaz imagen de lirismo. Sumados todos los retazos, comprobó muy pronto, se dibujan los confines de lo precioso. De la belleza. De la gran belleza.
No es muy claro si conviene zambullirse en Sorrentino de golpe, para que el frío inicial se disipe más rápido, o si es más recomendable tomar la escalerilla e ir sumergiéndose poco a poco. Quizás lo segundo. La juventud o Fue la mano de Dios son, probablemente, sus dos ejercicios más fácilmente digeribles. Y, con toda su indudable majestuosidad, también los más edulcorados. Esto no los hace peores. Simplemente los hace más transitables para el primerizo, por responder a estructuras que, dentro de su sorrentinismo, se asemejan a las de un producto hollywoodiense.
Después puede, quizás, saltar uno algo más preparado a La gran belleza, a Parthénope o incluso a The Young Pope, si es el televisivo el medio preferido. Sabiendo que, si bien se está narrando una historia, hay que saborear cada desvío y cada desvarío como parte integral del mural, haya o no conexión directa con el tronco central. Lo que espera al final del camino, cuando ya se han aceptado los excesos maravillosos y se han abrazado las excentricidades napolitanas, son rayos de luz como Las consecuencias del amor. Estético y estático. Recoge de disciplinas como la pintura o la fotografía el gusto por congelar. Escenas quietas o, al menos, circulares. Como el que dando un paseo por el monte se siente impelido a dejar de andar por unos minutos para contemplar un paisaje sorpresivo. Aunque solo sea para quitarse un instante las gafas de sol y decirse a sí mismo: esto sí. Esto sí que es una pincelada de algo verdadero. Buena parte de la hipnosis y el atractivo de algunas de las mejores propuestas de Sorrentino descansan en el regazo de un solo actor, Toni Servillo —que si no es el gran intérprete italiano vivo debe andar en la terna con dos o tres más—. Su gran divo. Su intérprete fetiche. No se parece en nada a Marcello Mastroianni. Ni siquiera a Vittorio Gasman. Es un señor de grandes entradas y carnosos mofletes. Sin embargo, tiene encerrada una música en sus ojos, una vitalidad en su voz, que lo convierten en la encarnación de todas las ideas sorrentinas, incluso de las más disparatadas, frágiles o complicadas.
Igual que su director, Servillo es un hombre del sur. Nació cerca de Nápoles. Entiende perfectamente aquellas nociones que ya el siglo pasado subrayaba Julio Camba en uno de sus viajes por el fondo de la bota itálica. La gente de Nápoles es capaz, simultáneamente, de escenificar lo mejor y lo peor del género humano. Hay en su conciencia colectiva un cierto desprecio por lo terrenal, por las cuestiones mercantiles y físicas, que hacen aflorar al pillo que trata de buscar atajos y al artista que crea sin pensar jamás en traducciones dinerarias. Mucho de eso hay en Paolo. Por eso su victoria, por discreta que sea —pues también hay quien hace cola para escupir en su napolitana facha— es en realidad una pequeña reeducación de un público que está hoy asediado por los espectros apocados de algo que ya no existe sino en pequeños reductos. Del cine con mayúsculas que tiene algo que contar.
Paolo Sorrentino, un rinoceronte blanco, uno de los últimos, tiene muchas cosas que decir. Solo pide que se haga un pequeño esfuerzo por descifrar su gira por las desgracias y las grandezas de un planeta que es, en el fondo, una inmensa réplica de Nápoles.