Su indagación de lo «noir» y lo onírico alcanzó cimas como «Twin Peaks», «Blue Velvet» y «Mulholland Drive»
17 ene 2025 . Actualizado a las 09:49 h.David Lynch, el director estadounidense capaz de construir una cosmogonía personalísima a partir de las líneas de fuga del cine noir hacia el surrealismo, falleció a los 78 años. En agosto pasado, Lynch dijo que le habían diagnosticado un enfisema y en noviembre habló sobre sus dificultades respiratorias. «Es como si estuvieras caminando con una bolsa de plástico alrededor de la cabeza», dijo. Y, sin embargo, de acuerdo al inconformismo de maverick que acompañó su carrera, continuó fumando. Fuego, camina conmigo, en lo que parece evocación de bel morir con el título de una de sus películas, un spin-off singular de Twin Peaks, la serie con la que desmochó todos los horizontes y movió el piso al orden establecido para hacer de la televisión un espacio creativo en el cual Lynch demostraba que se podía llegar a grandes audiencias sin renunciar a excavar en las más perturbadoras simas del inconsciente.
Nació en Missoula, pequeña localidad de Montana que podría haber sido escenario de buena parte de su cine, donde de entre la armonía aparente del parterre de una casa de clase media el hallazgo de una oreja sajada (como el ojo de Un perro andaluz) abría una sucesión de escenarios oníricos. Así, los inmortalizados en Blue Velvet, obra referencial de su carrera. En ella, con el telón musical de la balada de Bobby Vinton, Lynch ideó un oscuro cuento sadomasoquista por el que se paseaban antiguos chicos rebeldes de Hollywood como Dennis Hopper o Dean Stockwell, devenidos amados monstruos. Y en el cual Isabella Rossellini (a la sazón, su pareja) se encumbró como actriz mesmerizante.
Lynch había irrumpido en el panorama internacional en 1977 con Eraserhead, un crudo esbozo underground que ya avisaba de que la pasarela que su cine iba a establecer con las sentinas de la pesadilla surreal eran innegociables. Eso le facilitó que Mel Brooks lo avalase como director de El hombre elefante, en donde aceptó contar con línea narrativa convencional la historia de John Merrick. El leitmotiv de la monstruosidad física que presidía la película no hacía sino desplegar el interés de Lynch por los cánones de anormalidad que ya prefiguraban sus callejones del gato visuales: sus rutas de excursión hacia lo freak que podía anidar en la danza de un enano que no se suicidaba en Las Vegas o en los caretos de los villanos que perseguían por las autopistas del sur a Sailor y Lula, los personajes de Barry Gifford, que le valieron a Lynch su mayor triunfo profesional, la Palma de Oro en Cannes por Corazón salvaje en 1990. Cannes fue el escenario donde la soberbia imaginación visionaria de Lynch halló un reconocimiento a la altura de su valor. En Hollywood fue nominado al Óscar por tres de sus películas (El hombre elefante, Corazón salvaje y Mulholland Drive), pero nunca lo ganó. Y solo en el 2020 se le otorgó con mala conciencia el honorífico.
Sí hay que citar como figura esencial al productor Dino de Laurentiis. Tras el estrepitoso fracaso comercial de su adaptación de Dune, De Laurentiis aguantó el tirón y lo avaló de nuevo en Blue Velvet, cuando la carrera de Lynch semejaba realmente desorejada. Ese cabo tirado por De Laurentiis permitió lo mejor, que todavía estaba por llegar: el cluedo formidable en torno al más glorioso de los macguffins. ¿Quién mató a Laura Palmer?, con la serie original de 1991 y su legendaria secuela en el 2017. Y el desarrollo de sus fantasmagorías, en obras de un tenebrismo de belleza voluntariamente inaprensible como Mulholland Drive e Inland Empire. Para endulzar ese cine de la perturbación oscura de las criaturas lynchianas (él imprimió ese adjetivo ya universal) tomemos una porción de tarta de cerezas ficticia, siempre en honor del imaginario inagotable que conformó una filmografía que define la gran pesadilla norteamericana. La de los monstruos que esta semana reviven, como regurgitados de su cine.
El dónut, el horror corporal, la infancia feliz, el soñar despierto y los cortos
«Hay un gran agujero en el mundo ahora que ya no está con nosotros. Pero, como él decía: ‘‘Mantén la vista en el dónut y no en el agujero’’». Así despedía este jueves la familia a David Lynch en las redes sociales en un comunicado donde informaban del fallecimiento de un autor con universo propio, algo que dejó claro nada más debutar en el largometraje en la lejana medianoche del 19 de marzo de 1977 con Eraserhead (Cabeza borradora), rodada casi cinco años antes. Hoy obra de culto, con la que jugó con el horror corporal (el llamado body horror), atrajo primero el favor de la crítica y poco a poco de un público seducido por su deformada óptica de la realidad, que avanzaba lo que iba a ser su personal universo.
El director estadounidense solía afirmar que todos querían y disfrutaban las películas con argumentos y finales edulcorados, pero que él se enamoraba de las historias que se enamoraba... y punto. La oscuridad, como el fuego, caminaba a su lado, de la mano. En tal sentido, advertía que había tenido una infancia feliz, lo que no le impedía refugiarse en su mente, crear sus propios relatos, indagar el universo de los sueños -siempre despierto, subrayaba- y crear sus propias oscuras fantasías.
Su último largometraje fue Inland Empire (2006), cuyo material sobrante le dio para montar un año después More Things That Happened. Sin embargo, David Lynch no paró de crear, incluso cuando su salud estaba gravemente tocada, y realizó múltiples cortometrajes vanguardistas y experimentales, animaciones, documentales, videoclips y spots publicitarios.