Javier Peña publica «Tinta invisible»:«Vivir con un escritor es una mierda»
CULTURA
Conoció a su padre como lo despidió: contando historias. Su tercer libro es, además de una carta de amor a Fernando, un manual de literatura a través de vidas de escritores
01 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Imaginad una entrevista con esta trama: una periodista quiere retratar a un escritor en uno de los locales en los que durante meses ha ido componiendo su último libro. Pero esa tarde, justo esa, la cafetería en cuestión cierra. Y además el fotógrafo tiene que irse a otro encargo. Y además, amenaza a lluvia. Si esto fuese una novela, el escritor habría olvidado el libro, la grabadora habría dejado de funcionar, los paraguas estarían aguardando en casa y tampoco habría una cafetería cerca.
Pero Tinta invisible (Blackie Books) es un ensayo y de épica, a pesar de la creencia popular, el periodismo va bastante corto. Así que la redactora se ha traído su ejemplar, la cámara —como se puede comprobar— se dispara con la mayor de las solvencias y pocos minutos después, a un puñado de metros, un camarero sirve dos cafés (uno descafeinado, el otro no) junto a un smartphone que registra a la perfección la conversación con Javier Peña (A Coruña, 1979) sobre un ensayo, una despedida a un padre, un análisis sobre la experiencia y el oficio de la escritura. Todo, a través de vidas de escritores. Porque a veces los escritores tienen vidas de novela, y no siempre de las felices.
—Todos mis libros se componen de forma parecida, son un gran cajón donde entran muchas historias pequeñas. No sé hacerlo de otra forma, ¿sabes?
Siempre ha querido escribir ocho libros y medio —«no sé qué va a ser el medio, eso es lo que más me interesa»—, un homenaje a Fellini todavía en la tercera entrega. «Yo no tengo álbumes de fotos, pero tengo mis libros para ver al Javi de cada momento». Al contrario de Infelices y Agnes, Tinta invisible no es una novela. Y sin embargo, la palabra ensayo solo aparece una vez «y porque me lo cambió la correctora de estilo. Tardé bastante en aceptarlo, pero no encontraba otra palabra que me convenciera para no repetir libro».
Con un gesto de la mano, Javier Peña se sacude el epíteto de ensayista —«yo no soy un erudito para hacer un ensayo ni me interesaba hacer algo que tiene 700 notas al pie»— pero acepta de buen grado el de contador de historias y por un momento, es posible verlo sentado junto a la chimenea, como aquella serie de Jim Henson que se llamaba El cuentacuentos.
Porque Tinta invisible habla del poder transformador de las historias, de esas que flotaban, a pesar del olor antiséptico y las luces frías, en el cuarto de un hospital que acabó convirtiéndose en una habitación propia para un hijo y un padre que se despedían de la misma forma de la que se habían conocido: a través de las historias y de quienes las cuentan.
«Yo quería hacer solo el ensayo y obviar a mi padre, que aparecía solo al principio y al final. Pero poco a poco fue creciendo, es el que nos va llevando por esas historias igual que me llevó a mí en mi vida por ellas». Quizá Tinta invisible sea como A day in the life de los Beatles: una parte de Lennon, otra de McCartney, y ambos juntándose con una orquesta ruidosa.
Quien sí sale en el libro es Leonard Cohen, a quien se acercó su padre hablándole con total soltura en inglés, llamándole Len, para pedirle un autógrafo. «Y me dio tanta vergüenza en ese momento... Quise matar a mis padres y ahora se lo agradezco tanto... Cuando pienso en él me gusta pensar en ese momento», en una anécdota, que de algún modo, representa a la perfección es espíritu del libro: «Gracias por haberme permitido vivir ese instante».
Fernando siempre tenía un libro en la mano y cuando tenía un rato, leía, «Me fascina que ahora, inesperadamente, se haya convertido en un personaje», como los que desfilan por el libro, toman vida propia e incluso desafían a sus creadores. En realidad, podría decirse que Tinta invisible son tres libros, porque tiene algo (mucho) de manual de literatura. O de manual sobre la vida con la escritura.
Decía Oona O'Neill, hija del premio nobel Eugene O'Neill, que los escritores son unos padres y unas parejas terribles. «Es que vivir con un escritor es una mierda». Javier Peña procede a enumerar las razones: «Primero, viven mucho tiempo fuera de este mundo cuando están escribiendo; utilizan muchas cosas de este mundo y pueden hacer daño y creo que el escritor, en general, porque no quiero que nadie se ofenda, es una persona bastante egotista y narcisista». Palabras de un escritor que además hace autoficción. Que se ha enfrentado más de una vez al «no se te ocurra escribir de mí».
«Tocar algunos temas delicados es duro para el entorno, pero al mismo tiempo creo que es un sacrificio que merece la pena si consigues remover las emociones de la gente». Porque al final, «un creador está para eso, para tocar las emociones, y a veces tienes que entrar en aguas pantanosas».
El azúcar se disuelve a la misma velocidad que las conversaciones de la cafetería, que se va quedando vacía. «La idea de cómo viven los otros escritores es algo muy interesante para la gente que quiere escribir, porque ahorra frustración» y contribuye a raspar la épica que, en realidad, nunca estuvo allí.
Shirley Jackson tenía poco tiempo para mecanografiar sus cuentos porque su marido, a pesar de ser mucho más mediocre, acaparaba la máquina de escribir que había en casa. Dickens aisló y mantuvo oculta a su amante durante doce años. A quien Susan Sontag llamaba amigos, pensaban de ella que, digámoslo del modo más diplomático posible, no era una buena persona. Pero es que ella los despellejaba con la misma pasión. Doris Lessing, premio Nobel, escribió novelas con el pseudónimo de Jane Somers que tuvieron escaso éxito. Así pudo demostrar lo complicado que lo tienen los autores desconocidos en el mundo editorial.
«El otro día veía en una story de Instagram que el jueves se publicaron en el Reino Unido 1.900 títulos. Es imposible que esto resista —oh, oh, aquí vienen las aguas pantanosas— eso solo puede venir bien a los grandes grupos. A cambio de eso, el escritor está condenado a ser una persona precaria de por vida». Pasarse dos, tres años, incluso más, preparando un libro que en apenas un mes desaparece de las librerías, sepultado por cientos de novedades en una rueda sin fin que se resume en solo un concepto: la cultura, ahora, se consume.
«Para mí la cultura es algo que está llamado a perdurar», al menos durante un tiempo. «Evidentemente, yo no aspiro a que mis libros se lean dentro de 200 años, porque no soy tan iluso, pero hombre, que se lean dentro de dos o tres meses...». En la silla vacía podría estar perfectamente David Foster Wallace para recordar que se puede meter todo el conocimiento humano en Internet, pero que aun así solo veremos lo que otros quieren que veamos.
«Hay esta falsa idea que nos cuentan ahora de que estamos en un momento maravilloso porque se publican 90.000 libros al año». Sí, pero al lector medio le llegan 15, cuidadosamente elegidos previamente porque va a funcionar. Y se comen el espacio en los medios, en las librerías, en las redes. «Si se publican 90.000 ¿qué más da? Si tú no vas a saber nunca que 89.900 se han publicado».
Infelices, su primera novela, sigue leyéndose cinco años después y de hecho, a través de ella sigue llegando gente al pódcast Grandes Infelices. «Los dos momentos profesionales más importantes para mí fueron casualidades». Infelices fue una novela que no nació para ser publicada y el pódcast era un modo de «tener a mi pequeño grupo de lectores entretenidos y que no pensaran que estaba muerto» mientras escribía otro libro.
Tinta invisible está conectado con el pódcast, en el que relata vidas de escritores y a la vez con su primer libro, porque «los dos nacen de una enfermedad y de la muerte de las personas más importantes que he perdido, que son Paula y mi padre». El Javi de Infelices es distinto al que nació después de esa novela y probablemente, al que existe después de Tinta invisible. Desde luego, al que aquel día en A Guarda rompió a llorar y pudo, por fin, cerrar la muerte de Fernando.
«Me da miedo el hecho de desaparecer», confiesa Javier Peña cuando los cafés ya no son más que posos gélidos. Más bien la posibilidad de ir escribiendo mejores libros e ir sintiéndose contento con él mismo mientras el mercado, simplemente, lo diluye como un escritor más. «La carrera de un escritor va así —y hace un gesto ascendente con la mano— y en un momento dado empieza a bajar. A veces pienso, ¿habré llegado ya? ¿Estaré ya en el descenso?». Afuera, llueve, porque en realidad esta no es (o sí) una entrevista de las felices. Pero lo bueno de las historias es que no acaban nunca. Y a Javier Peña le quedan, por lo menos, cinco libros. Y el medio.