«No se van a ordenar solas las cosas», dijo una poeta tras una guerra. Nuria Labari aguza el oído en otra batalla con el mismo final
21 sep 2024 . Actualizado a las 18:08 h.Ha reventado a la madre perfecta y al perfecto hombre blanco, que resultó ser una mujer. Y se ha hecho cargo, escribiendo, de esa criatura infeliz que nació de una noche de copas y lujuria entre dos mitades sedientas, el ejecutivo agresivo y la mujer independiente pero despojada de su propio hogar.
La novela transgénero es la especialidad de Nuria Labari (Santander, 1979). Tras 15 años, y tres grandes novelas, la autora de La mejor madre del mundo (que mis hijas me regalaron un primer domingo de mayo sin ver la ironía del título) vuelve al relato, y ofrece seis relatos como una ristra de ajos. Pican, tienen cabeza y dientes.
—¿El cuento es aún ese primo pequeño que aspira a parecerse a la novela?
—Hay algo turbio ahí. Parece que uno no es del todo escritor si no hace novelas. No existe el novelista al que su editor le pida que haga un libro de cuentos. Grandísimas cuentistas como Lorrie Moore tienen, al final, novelas. Si las obras completas de un cuentista son un volumen grueso, ¡las de un novelista son una balda! El fogonazo que exigen los cuentos es especial... Escribir nueve cuentos es enamorarte nueve veces. Y una novela, como casarte con alguien.
—¿Es el cuento una manera de serle infiel a la novela?
—Es una comparación complicada... No hay que comparar. Todas las novelas nacen de un enamoramiento, pero eso sabes que va a durar y hay que vivirlo años. Yo tuve la necesidad de volver al cuento. Salí de mi última novela como de un divorcio, fue una demolición, no podía asumir otro compromiso igual. Y empezaron a llegar relatos, que tienen que ver con una relación distinta con la escritura. Mi última novela [El último hombre blanco] era una novela de ideas. Necesitaba ponerme en la escucha. Ponerme en «este mundo, si yo me callo, ¿a qué suena?». Y escuchar la orquesta. Hay otra música sonando, es la música del mundo.
—Se lee tu compromiso con la realidad de hoy, con la vulnerabilidad. Hay una escucha literaria más que social, matizas.
—La escucha literaria se ha contaminado de una aproximación sociológica al mundo, y hay ciertas verdades que están en otra forma de escucha. Yo no paro de leer cosas sobre adolescentes que no hablan de los adolescentes. Los caricaturizan, no los escuchan. La legitimidad del lenguaje requiere escuchar mucho rato. El propio lenguaje cambia las cosas...
—Se ve en el cuento de amor entre el joven marroquí y su profesora. Esa forma de decir, de pronunciar, define la historia.
—Y te hace pensar que ese lenguaje supereficaz del trabajo no es el mejor para el amor. Mucha gente ni siquiera sospecha que la mayoría de los chavales que llegan de Marruecos no hablan árabe. Yo aquí no escribo desde la legitimidad de una experiencia personal, sino desde la legitimidad que da el lenguaje a la literatura. Este libro es una llamada desesperada a la escucha, escuchar a otros [una escucha literaria] es un antídoto a este malestar íntimo que padecemos y alimentamos de forma inconsciente.
—El primer cuento viene a decirnos que quizá hoy nos falta lo esencial: sentirnos capaces.
—En la sociedad, hay un diálogo de víctimas y privilegiados que es un insulto para las que se consideran víctimas y una falsedad para los privilegiados. Te dices: «No sé qué privilegio es este, pero que me den otra cosa». Lo que creo que nos falta es el trabajo del cuerpo como espacio literario irrenunciable. El cuerpo es el lugar de la ambivalencia. Sabemos cómo educar a los hijos, pero luego llegas a casa y tu cuerpo se pone a hacer otras cosas. La palabra se está racionalizando tanto, hasta pasar por una inteligencia artificial destinada solo a la eficacia... ¡que dejamos el cuerpo muy fuera! Y dejar el cuerpo fuera es matar lo humano.
—¿Es la literatura lo opuesto al eslogan, al dictamen, al posado de Instagram?
—La literatura no es nunca el territorio donde las cosas quedan por fin claras, es donde las cosas quedan por fin ambivalentes.
—Muestras en estos cuentos nuestra dependencia vital inevitable. Estas identidades se construyen en las relaciones con los demás. Es una verdad incómoda.
—Nos estamos contando que las identidades se construyen contra los otros, y no es verdad. Nos construimos con los otros. Como las mujeres con los hombres; no podemos construir la identidad femenina solo contra el patriarcado. Esa guerra hay que darla, y hay que darla a muerte, pero la identidad de la mujer no puede asociarse a un sujeto político víctima. Convertir a alguien en víctima supone deshumanizarlo a unos niveles...
—Haces pensar en autoras como Ia Genberg o Margarita García Robayo, por citar solo dos autoras contemporáneas, en ese hacer del espacio doméstico, cotidiano, escenario literario.
—Es un reto que asume Natalia Ginzburg también. Y es un reto complicado, porque desde el momento en que conviertes algo en materia literaria deja de ser cotidiano. La cocina se carga de significados. Mantener ese baile, resignificar lo cotidiano sin que deje de serlo, es un reto precioso. Eso es en realidad lo que nos permite descifrarnos. Pero no hay que romantizar ni erotizar lo doméstico, no es eso, es ponerlo al servicio de escuchar lo que de verdad está pasando, de saber quiénes somos. Ya ves que la experiencia de la maternidad y de cocinar para tu marido muchas la están sublimando y romantizando, en el TikTok y en los libros...
—También lo han hecho algunos autores, con hermosos libros plomazo sobre la paternidad y lo doméstico...
—Es que las estructuras narrativas, si no las retas, te comen. Y esos autores cuentan esas cosas en plan el supermán de la cocina. Y se los come la estructura narrativa. Para hacer eso bien, para contar bien lo doméstico, tienes que negar la estructura narrativa y gramatical del héroe, desde la Odisea hasta hoy.
—La Nobel Wislawa Szymborska te ha dado el título: «No se van a ordenar solas las cosas». ¿Escribir es poner orden?
—Es, más bien, detectar dónde está el desorden, escuchar ese ruido que no sabes de dónde demonios viene. Como cuando apagas el extractor de la cocina y dices: «¡Qué descanso! No sabía que era esto lo que me estaba reventando». Eso que dice Szymborska, «después de cada guerra alguien tiene que limpiar», es genial, porque oye el desorden que nadie veía. Y, señores estadistas, tras una guerra alguien tiene que ponerse a limpiar, no se come en un sitio sucio. Lo maravilloso es señalar ese desorden que nadie estaba escuchando.