La segunda película del amado y odiado Quentin Tarantino es la que, seguramente, ocupa un lugar prominente en el imaginario colectivo de los aficionados al cine, pero no fue tarea fácil sacar adelante este mosaico repleto de estrellas y enredos
04 sep 2024 . Actualizado a las 11:58 h.Siete nominaciones tuvo Pulp Fiction en la edición de los Óscar de 1995. Pero nada, que no hubo suerte. Cero premios. Aquel año, para mala fortuna del jovencito Quentin Tarantino, hubo atasco de peliculones. Así que pasó lo que pasó. Títulos que en condiciones normales habrían nadado en estatuillas acabaron yéndose de vacío. La triunfadora fue Forrest Gump, ejercicio de ingenuidad buenista que, para muchos, no ha envejecido demasiado bien.
Justo lo contrario parece suceder con Pulp Fiction. En su apertura en Cannes gustó regular. O mejor dicho, gustó a medias —la mitad del auditorio vitoreó y la otra mitad abucheó—. Al público sí le hizo tilín desde el principio, hay que reconocerlo. Pero, en cualquier caso, tuvieron que pasar unos cuantos años para que, con el paladeo que permite la distancia, se acabaran rindiendo todos ante lo que se reveló finalmente, por múltiples motivos, como una proeza cinematográfica. No tanto en términos de perfección formal como de aura. De mitología. La confirmación de todo un monaguillo de los pastiches artísticos. De los collages feístas y subterráneos.
A estas alturas, al trilero de Tarantino lo tenemos ya todos más que calado. Tanto, que hasta puede llegar a aburrir. No porque sus invenciones hayan perdido garra o frescor, sino porque se ha convertido en el falso profeta de una horda de exaltadores de la superficialidad, que elevan a categoría de sagradas ciertas nociones estéticas o argumentales que no son, en realidad, más que la superficie de los universos del director. Pero hay que entender que no siempre fue este hombre el becerro dorado de quinceañeros con ínfulas. Hubo un tiempo, precisamente aquel en el que Pulp Fiction vio la luz, que fue el de un muchacho que apareció de la nada con mundos propios y conocimientos enciclopédicos. Un chiquillo salido directamente del videoclub que, amalgamando los miles de cuentos de VHS que forjaron su carácter, reclamó un pedacito del firmamento.
Gestión de egos
Las hechuras quedaron con su ópera prima superdotada, Reservoir Dogs—mucho más pequeña y mucho más redonda que la segunda—. Salió a la luz de milagro. Bueno, no. Por ser justos, el milagro en cuestión fue la chequera de Harvey Keitel, que además de protagonizar el proyecto lo apadrinó, tras cerciorarse de que aquel director novato lleno de verborrea tenía todas las papeletas para convertirse en una estrella. Tras este ejercicio de casi perfecta austeridad, llegó una multiplicación de fondos. Pulp Fiction, sin ser una superproducción, se construyó como una prueba de fuego. Tarantino tenía ahora que manejar un presupuesto y unos equipos más grandes. De primera división. Y más que eso. El desfile de caras conocidas, un reclamo para el espectador, supone también un quebradero de cabeza en el departamento de gestión de egos. Algo que se solventó gracias a la coralidad salomónica del guion. ¿Quién es el protagonista de Pulp Fiction? ¿Samuel L. Jackson, que robó todas las miradas? ¿John Travolta, que resucitó su carrera luciendo melena? ¿Bruce Willis, que es el que cabalga hacia el atardecer en el plano final? Todos y ninguno, seguramente. Ahí está la gracia.
Brillan con luz propia los muchísimos secundarios de lujo que completan el cartel. Christopher Walken, por ejemplo, que con apenas un minuto en pantalla se queda grabado en la retina para siempre. Le explica a su nieto, con impecable cara de solemnidad, que se pasó la guerra de Vietnam entera con un reloj de oro escondido en el culo para que no se lo robaran. No es mal método. Un poco escatológico, pero indudablemente efectivo.
Harvey Keitel repitió. Vistió los hábitos del enigmático Señor Lobo, un tipo que, como Patrick Swayze, era de profesión: duro. Tim Roth y Amanda Plummer integran la que es, seguramente, la pareja de atracadores más blandurria de la historia, dueños ambos de los icónicos compases iniciales. Pero la peor de todas —y aquí la peor quiere decir, en realidad, la mejor— es, sin duda, Mia Wallace. O Uma Thurman, que es lo mismo. Si alguien dice Pulp Fiction lo que viene a la mente segundos después es su melena azabache. Y luego su camisa blanca. Blanca como la nieve y desangelada. Ondulándose con el movimiento de una forma que parece deletrear en el aire la palabra «problemas». Problemas para el enamoradizo John Travolta, que tiene que aguantarse sus suspiros porque resulta que es la mujer del jefe. Así que tiene que contentarse con un baile. Pero qué baile. Un baile que después se ha imitado en bodas, bautizos y comuniones del mundo entero —siento comunicarte que no. Que no pareces John Travolta cuando te arrancas con los pasos—.
Pulp Fiction sigue siendo, treinta años después, un atropellador mosaico de lo grotesco y de lo feo. Una conjunción de elementos estrafalarios, muchos de ellos pasados de rosca e irredimiblemente horteras. Un cócktail de cosas disparatadas que, en principio, no debería haber funcionado. O que, en caso de acariciar momentáneamente la gloria, tendría que haberse ido desmoronando con el paso del tiempo. Pero no. Inexplicablemente, lo que salió de todo aquello fue una obra para el recuerdo que, como los vinos, mejora con los años. Por el movimiento pendular entre la gravedad más terrible y la comedia más cáustica. Por su depuradísimo arte para introducir los improperios y las profanidades más estrambóticas. Por su exaltación de lo aleatorio y la fluidez rapidísima de sus diálogos. Por todo esto, y por unas cuantas más, Pulp Fiction pasó de ser abucheada en Cannes a forrar las paredes de siete de cada diez estudiantes de cine. Lo que gusta a casi todos no es, normalmente, por casualidad o por capricho. Tarantino, pecados y pecadillos aparte, lo que tiene lo conquistó.