Fernando Trueba: «No tengo fascinación por los malos ni por los dictadores»

Bea Costa
bea costa CAMBADOS/ LA VOZ

CULTURA

Cati Cladera | EFE

El autor vuelve al cine negro, «el género cinematográfico por excelencia»

25 ago 2024 . Actualizado a las 10:42 h.

Fernando Trueba (Madrid, 1955) se encomienda a San Alfred Hitchcock y Santa Patricia Highsmith en Isla perdida, ejercicio de cine negro que une a un misterioso americano perdido en una isla griega y a una chica española que se busca la vida. Matt Dillon y Aida Folch protagonizan el decimonoveno largometraje del director que ganó el Óscar con Belle Epoque.

—En 1989 ya rodó El sueño del mono loco, su primer «noir». ¿Por qué le gusta tanto el cine negro?

—Lo considero el género cinematográfico por excelencia. El musical y la comedia tienen raíces en el teatro y otros géneros en la literatura, pero el suspense es el cine puro. Hitchcock lo representa, aunque tardaron en darse cuenta: hasta que los franceses lo reivindicaron, llamarle artista era una extravagancia. La crítica y los propios cineastas tomaron conciencia de que en las películas de Hitchcock había un trabajo específicamente cinematográfico. Los aspectos visuales eran esenciales en la narración. En el drama, la cámara no importa tanto como en el género negro, donde es un personaje más. De Hitchcock vivimos y viviremos todos los directores, porque inventó tanto a nivel formal...

—Su cine es muy diferente al de Almodóvar, pero en «Isla perdida» coincide al mostrar los libros y la música que le gusta.

—Sí. Sale un ejemplar de El temblor de la falsificación, de Patricia Highsmith, un libro sobre el que tuve una opción para llevarlo a la pantalla hace 30 años. Al final, no lo hice porque me asusté. Siempre he sido un lector enamorado de Highsmith. Cuando era muy joven y vivía en Francia, en el 81, la entrevisté.

—¿Y cómo era Patricia Highsmith?

—Me cayó muy bien, pero era de una timidez patológica. Un poco como Woody Allen, que cuando estás con él tienes la sensación de que sufre un grave problema de timidez. Highsmith era muy tímida debido a su soledad radical.

—El personaje de Matt Dillon tiene un punto de Ripley, ahora que se ha puesto de moda con la serie de Netflix.

—Americanos perdidos en Europa en la literatura de Highsmith no solo está Ripley, hay unos cuantos más: en Las dos caras de enero, El temblor de la falsificación, El juego del escondite... Es un tema recurrente, porque ella era una americana perdida por Europa, dando tumbos de un lugar a otro. La gran diferencia es que Highsmith hubiera contado esta historia desde el punto de vista del personaje de Dillon y yo la cuento desde la mirada de una chica normal que llega a la isla.

—¿Le daba miedo trabajar con una estrella de Hollywood?

—Ya nos conocíamos y habíamos estado varias veces juntos. Me había entendido muy bien con él, es un tipo normal. Nos conocimos una noche en Los Ángeles a través de un amigo común, Chico O’Farrill. Su mujer y él le tenían mucho cariño, una relación casi paternal. Estudié la generación de actores a la que pertenece y llegué a la conclusión de que era perfecto para esta historia.

—¿Ha sentido, como el personaje, el impulso de la huida, de retirarse a una isla griega?

—No. Yo necesito la ciudad. Me encantaría estar un mes donde rodamos la película, leyendo y dando paseos. Pero soy una persona muy urbana, necesito los cines, las librerías, las cenas con los amigos. El aislamiento no está hecho para mí. Lo que sí he experimentado desde adolescente es la necesidad de reinventarme. Cambiar de colegio, de ambiente, de amigos. Me daba cuenta de que tenía que escapar de mi barrio, de que mis intereses estaban fuera.

—¿No tiene la sensación de que el cine cada vez tiene menos importancia en esta sociedad?

—Creo que la gente ve más películas que nunca, pero se ha perdido el hábito de ir a las salas. La semana pasada fui a ver Una madre de Tokio y es que no hay nada como ir al cine, no se me ocurre nada mejor.

—Las salas lo están pasando mal.

—La gente volverá. Ver una película en tu casa puede ser una experiencia placentera, pero no tiene nada que ver con hacerlo en una pantalla grande rodeado de gente. Irte a tomar una cañas y charlar sobre lo que has visto... Yo he crecido con eso y es importantísimo.

—Netflix aparece en los créditos de «Isla perdida». Las plataformas no son el enemigo.

—Son un aliado más, como las televisiones. Cuando surgió la televisión no solo se convirtió en una pantalla para exhibir cine, sino en un financiador. Las plataformas se están dando cuenta de que estrenar una película directamente sin pasar por las salas no tiene tanto valor, pasa rápido y se desvanece. Cuando una película pasa por festivales se escribe sobre ella y se estrena en cines se revaloriza. A las plataformas les conviene que los cines sigan existiendo.

—Su hijo Jonás estrena Volveréis, en la que usted tiene un papel.

—Yo había aparecido alguna vez en cine, pero nunca había hecho un personaje. Me daba mucho miedo, porque no quería estropearle la película. Jonás insistió y la verdad es que ha sido muy emocionante trabajar con él.

—Su hijo ya es un cineasta con una carrera y una mirada. ¿Qué tipo de director es?

—Para mí es el más independiente de los independientes y el más libre de los libres.

—A usted nunca le ha fascinado el malo de la película.

—No. A la gente le gusta, no sé, Hannibal Lecter o el Estrangulador de Boston. Yo soy una persona normal, suelo ir con el bueno de la película. Cuando veo a Richard Widmark tirar a la abuelita por las escaleras en El beso de la muerte, una película cojonuda, no me fascina, me impresiona. Yo no tengo fascinación por los malos. Ni por los asesinos, ni por los dictadores.

—Si tuviese que rodar hoy una película como «Ópera prima» (1980), reflejando la España de su tiempo, ¿cómo sería?

—Sería un musical donde todo el mundo tenga un móvil en la mano. En todas las escenas y durante toda la película.

—¿Usted sigue sin móvil?

—No lo digas, porque soy un privilegiado. Unos lo usan porque les gusta y otros porque lo necesitan en su trabajo. Yo no debo presumir de ello. Cada vez valoro más charlar con alguien en persona, verle la cara, darle un abrazo. El otro es muy importante, pero el otro de verdad, no virtual.