De entre todos sus muy memorables papeles, recuerdo uno que gana la medalla de oro en mis pensamientos, el de «Doce del patíbulo»
01 jul 2024 . Actualizado a las 14:23 h.Donald Sutherland se ha sumado recientemente a la lista fúnebre de nombres ilustres del cine. No era ningún joven. Al menos según los calendarios. Tenía 88 años. Los de esa generación están ya todos batiéndose en retirada. Continúan dando discreta guerra Michael Caine, Anthony Hopkins y alguno más.
Tenía Sutherland un problema parecido al que tuvo también Michael Gambon, que era Dumbledore, o al que aún tiene Ian McKellen, que es Gandalf. Para buena parte del público nuevo o recién caído del guindo, el que se ha muerto es el presidente Snow, intrigoso villano de la saga juvenil Los juegos del hambre.
Pues bien. Y un cuerno. Y un cuerno, digo yo a esto. Cuando saltó la noticia del fallecimiento, me asaltaron el seso diez o doce películas de forma inmediata. Otras cinco o seis después de un repaso mental más paladeado. Ninguna era Los juegos del hambre —que, aunque ciertamente digna, no fue sino una plumilla en el trasero de la gallina de dorados huevos que fue la trayectoria de Sutherland—.
Sobre los hombros tenía una cara alargada que lo mismo se te aparecía como asesino filonazi de los de bigotillo fino (El ojo de la aguja), como colaborador del IRA (Ha llegado el águila), como incansable luchador contra alienígenas invisibles (La invasión de los ladrones de cuerpos) o como fascistazo de tomo y lomo. De rompe y rasga. De los que infundían ganas de miccionar (Novecento). También fue uno de los antihéroes carcelarios de aquella docena belicosamente histriónica, los Doce del patíbulo. Y en esta, que ya es una pieza digna de subrayado en fosforito, ya me voy a parar, si me lo permiten (y si no también) un ratito cortito. Sucede que yo tengo una teoría. Esta cinta de Robert Aldrich del año 1967 que, desde luego, no es la mejor de la historia y que, por descontado, no es la más emotiva ni la más original, ocupa, no obstante, la más alta cima en otro frentecillo (al menos en los universos de mi pensamiento). Siempre se me ha antojado la cosa más divertida de ver. Así, en general. La más. De entre todas las que hay. Es como una croqueta de jamón. Entra sola. Desde el comienzo lubricado por tambores marciales, en el que Lee Marvin pasa lista de los más malencarados rostros de las trincheras yanquis, hasta el final trágico, explosivo, en el que reciben su redención hasta los locos y los malos.
Por aquel entonces no era Sutherland, ni de refilón, una superestrella. Daba sus primeros pasitos, tirando a tímidos, en un Hollywood de transición, a robosar aún de añejas y muy brillantes figuras. Pero incluso en esos tiempos tempraneros se adivinaba algo diferente en sus ojos de azul marítimo. O en su cara de estar ahí porque alguien lo ha puesto. Porque paseaba por la zona y se había encontrado de rebote una cámara y, bueno, ya que estaba, se había quedado. Es, más que una pose, un aura. Una que no se puede fingir. Una socarronería gutural, que nacía en la entraña. También sabía ponerse muy, muy serio y circunstancial, claro. Pero de eso todo el mundo se acuerda y se va a acordar siempre. Es más interesante, ahora que la tinta en la partitura de su réquiem está aún fresca, dibujar un perfil distinto y distendido. Todo aquello de «recordadme riendo y dando de comer a los patos en el parque». Y tal y tal. Donald Sutherland era un carnaval. Un tiovivo (un tío vivo). Como Maradona contra los ingleses. Nunca sabías por dónde te iba a salir. Desde el melodrama reflexivo y familiar de la sobresaliente Gente corriente, por la que mereció un Óscar —aunque ya es otro debate si el Óscar lo mereció a él— hasta el delirio pirómano de Llamaradas.
En muchas de sus pelis moría al final, pero ahora se ha muerto de verdad, que siempre es un poquito más difícil. Demostró que, si bien no era incombustible (nadie lo es), sí era, al menos, de muy lenta combustión. Hasta el final hizo cosas. Hasta el final siguió avanzando fusil en mano el último de aquellos doce patibuleros locos. Los hay que saben hasta morir.