El autor checo no fue un profeta, solo reaccionó con su literatura a la realidad de su tiempo, el de la violencia anónima y alienante de las máquinas, la burocracia y la Gran Guerra
03 jun 2024 . Actualizado a las 08:19 h.Kafka murió un 3 de junio de hace —este lunes— cien años. Tenía solo cuarenta. Esa prematura desaparición, causada por una tuberculosis entonces letal y cuyos primeros síntomas le fueron diagnosticados el 4 de septiembre de 1917, le evitó el horror de ver dos décadas después cómo el régimen de Hitler prohibía la publicación de sus obras y, lo más terrible, cómo sus tres hermanas perecían en las cámaras de gas de los campos nazis de Chelmno —Elli y Valli— y Auschwitz —Otlla—, como recuerda Reiner Stach en su monumental biografía sobre el autor de El proceso.
Ese infierno estaba en su tiempo muy lejos de ser imaginable, pero, en cambio, el escritor sí fue testigo del tremendo impacto de la Primera Guerra Mundial, aunque desde la retaguardia gracias a la intermediación de sus jefes, que evitaron que fuera llamado a filas al estimar fundamental para el Estado su labor funcionarial en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajadores del Reino de Bohemia. Sin embargo, «no hay guerra mundial sin máquinas de escribir, archivadores, ficheros y sellos», aduce Stach. Pero no solo la violencia bélica pudo comprobar Kafka de cerca, también la de la propia Administración (burocrática, judicial y tecnocrática) y la del mundo mecanizado que estaba entonces tomando poderosamente forma y velocidad.
Toda esa violencia anónima crecía en una vieja ciudad como Praga, la tercera en importancia en el Imperio austrohúngaro después de Viena y Budapest, agitada por los cambios sociales, la presión de la inmigración —que llegaba desde las áreas rurales— y la pujanza reivindicativa de las ideologías proletarias. Fue así, progresivamente, que Kafka terminó deplorando el alienante universo fabril con sus máquinas, ingenios y engranajes, como anota la exquisita edición antológica de cuentos que los traductores Carmen Gauger y Adan Kovacsics prepararon bajo el título Relatos cronológicos. Este ambiente configuró de manera natural su personalidad y su imaginario creativo. Como también los marcó el odio que guardaba por una tarea profesional —fue la más cómoda que encontró tras doctorarse en leyes en 1906— que sentía que lo alejaba de la plena dedicación a la escritura, su verdadera pasión y una de las razones por las que había optado por hacer los estudios en una universidad para hablantes de alemán —la lengua de su madre, frente al checo de su padre—. El idioma de Goethe, pensaba, no solo le abriría las puertas del comercio y la movilidad social, también las del Parnaso.
Teniendo en cuenta este bagaje —y sus lecturas de Nietzsche, Dostoyevski, Flaubert, Gógol, Von Kleist—, sus narraciones no parecen tan proféticas como se pensó en el inicio de su popularidad. Ni se había adelantado a todas las catástrofes de la humanidad en el siglo XX ni su universo era tan kafkiano, aunque hubiese servido excelentes metáforas de la crueldad del mundo actual (excesivamente dura, quizás, en el caso de En la colonia penitenciaria; acababa de estallar la Gran Guerra). Solo era un hombre brillante observador que, además, sufría íntima y a veces trágicamente la realidad que lo rodeaba —también sus fracasos sentimentales y la incomprensión de su padre para con su obsesiva vocación artística—. En un obituario de Kafka que firmó la periodista y traductora Milena Jesenská —una de las mujeres de las que estuvo enamorado—, esta decía que su debilidad era la de las almas nobles y bellas y que «su conocimiento del mundo fue profundo y extraordinario, y todo él era en sí mismo un mundo profundo y extraordinario». «Frente a Kafka cualquier escritor es menor», proclamó Elias Canetti.
Pese a esa pasión incandescente por la escritura, Kafka apenas publicó en vida una decena de relatos. Que solo diera a la imprenta apenas 350 páginas, cuando dejó más de tres mil escritas, no significa que no tuviera interés por difundir su obra. Habla esto de su perfeccionismo, de que le costaba mucho dar algo por rematado —también porque enseguida pasaba a otra cosa—, de que nada le satisfacía. Las cartas al editor Kurt Wolff —que acaba de editar por separado el sello Ápeiron— muestran sus desvelos por publicar los cuentos. Incluso le preocupa que el dinero invertido no le sea rentable al empresario, al que llega a considerar casi un benefactor.
Del mismo modo, debe desterrarse esa idea de que fue un incomprendido. Pese a publicar muy poco, enseguida obtiene el reconocimiento y los halagos de intelectuales de la talla de Rilke, Robert Musil, Franz Werfel, Kurt Tucholsky, Hermann Hesse... La traducción al húngaro de La transformación —no autorizada— que aparece en 1922 en una revista corre a cargo de un muy joven todavía Sándor Márai. Y resulta difícil concebir la producción del escritor suizo Robert Walser sin pensar en una rendida admiración por la obra de Kafka. Es decir, no hizo su viaje en una soledad solo arropada por el gran afecto y la certeza de su talento que le manifestaba su amigo Max Brod, el mismo que, a su muerte, desoyó la petición última del autor para que destruyese sus manuscritos. Pero es que quizá la traición no fue tan descomunal ni reprobable, porque él sabía lo mucho que Kafka había deseado y se había esforzado en entregar su obra a los lectores.
«Uno de los maestros del humor judío del siglo XX»
Otro de los lastres que pesa sobre la figura y la obra de Franz Kafka es el tópico de hombre falto de humor, una mancha trasladada con frecuencia a su obra. El profesor de Lengua, Literatura y Cultura Yídish en la Universidad de Columbia Jeremy Dauber (Belleville, Nueva Jersey, 1973) niega la mayor. Y recuerda que Philip Roth afirmaba que quien más le había influido en el humorismo de la novela El mal de Portnoy había sido un cómico que nunca había actuado sobre un escenario: Kafka. En su ensayo Una historia seria (Acantilado, 2023), aunque acepte que ese humor no se puede buscar en textos como En la colonia penitenciaria y en Carta al padre, Dauber lo define como «uno de los maestros del humor judío del siglo XX», que maneja, agrega, una perspectiva cómica, bastante mordaz. Una perspectiva que bebe, razona el profesor, de la comedia teatral yídish, que se basa en el disfraz literario, «en el uso sostenido de la alegoría». Kafka, que mantiene oculta su identidad judía en la ficción pero la deja aflorar en cartas y diarios, juega con la especularidad de irracionalidad y razón, que, subraya Dauber, «revela las incomprendidas y monstruosas distorsiones que apenas vislumbramos pero que tanto nos aterrorizan, y ante las cuales la risa parece la única salida».
Para saber más
--«Cartas, 1900-1920», en dos tomos (Galaxia Gutenberg, 2018-2024).
En un proyecto que aún no ha culminado Galaxia Gutenberg, estos dos primeros tomos reúnen en dos mil quinientas páginas más de novecientas cartas, muchas inéditas en español. Una correspondencia que no solo retrata al autor sino que también es pura literatura (muchas piezas son de finísima destilación).
--«Cartas a Kurt Wolff» (Ápeiron Ediciones, 2024).
Roberto Vivero edita las cartas que Kafka envió a uno de los editores que más atención le prestó en vida, Kurt Wolff.
--«Franz Kafka. Relatos cronológicos» (Alianza, 2024).
Antología de 23 cuentos preparada por los traductores Carmen Gauger y Adan Kovacsics.
--«Tú eres la tarea. Aforismos» (Editorial Acantilado, 2024).
Reiner Stach comenta los 109 aforismos que Kafka escribió durante su estancia de ocho mese en la localidad rural de Zürau, donde trataba de restablecerse de su tuberculosis.
--«Cuentos completos» (Páginas de Espuma, 2024).
Alberto Gordo sirve una nueva traducción de los cuentos de Kafka, de los que hace su propia selección íntegra siguiendo la edición de Roger Hermes.
--«Novelas I y II» (Alianza, 2024).
Alianza rescata en dos volúmenes sus tres novelas inacabadas «El desaparecido» [también titulada «América»], «El proceso» y «El castillo», en una edición que elimina las injerencias de Max Brod y en la preciosa traducción de Miguel Sáenz.
--«Relatos y aforismos I y II» (Alianza, 2024).
En un segundo «pack», Alianza rescata sus relatos editados en vida y póstumos, además de los aforismos de Zürau y el Callejón del Oro, y otras piezas sueltas.
--«Kafka no quiere morir», de Laurent Seksik (Seix Barral, 2024).
El autor novela los años finales de Kafka, marcados por la enfermedad, y dando protagonismo a su compañera Dora Diamant, su hermana Ottla y el estudiante de medicina y amigo Robert Klopstock, que le prodigó los cuidados últimos.
--«Kafka I y II», de Reiner Stach (Acantilado, 2016).
Monumental e imprescindible biografía sobre el autor de «El fogonero» resultado de las investigaciones de Reiner Stach, que editó sus obras completas.
--«¿Éste es Kafka?», de Reiner Stach (Acantilado, 2021).
Reiner Stach reúne los 99 hallazgos más inesperados sobre Kafka que se topó cuando se documentaba para la biografía.
--«Cuentos de animales», de Kafka (Arpa, 2024).
Reiner Stach elige diez relatos de Kafka en los que los animales tienen gran importancia. Y no está «La transformación» [La metamorfosis] entre ellos.