Uno de los rostros más reconocibles de Hollywood, el galán-director, cumple 94 años con una cartera interminable de películas icónicas que van del viejo oeste a los melodramas románticos o los cuentos de guerra
31 may 2024 . Actualizado a las 09:23 h.«Rubio, ¿sabes de quién eres hijo?», le preguntaba un enfadadísimo Eli Wallach a Clint Eastwood en el plano final de El bueno, el feo y el malo. Era una pregunta pertinente. Al fin y al cabo, se la estaba lanzando al hombre sin nombre. Un tipo guapísimo que, antes de conquistar su hogar, conquistó Europa. Empezando por Italia, como Patton y MacArthur.
Sergio Leone, que solo tenía en su currículo el modesto péplum El coloso de Rodas, quería un muchito más allá. Quería hacer un wéstern. Pero un wéstern a la europea. A la romana. Un espagueti wéstern. No sería justo decir que fue él el inaugurador del género, pues antes que él en Italia, ya estaban aquí, en España, los hermanos Romero Marchent. Pero, sin duda, él reinventó la forma en la que se hacían las cosas. Clarísimo en su mente se dibujaba, en fin, un remake apócrifo del Yojimbo de Kurosawa en un pueblo de frontera. Con pistolas y whiskys y bandas enfrentadas. Y en esto llegaba un guapo. Un poncho y un sombrero y una barba de tres días bajo unos ojos azules. En esto llegaba Clint Eastwood a cambiarlo todo.
Fue, en realidad, el azar lo que llevó a aquel chico de San Francisco a las carteleras de Europa. Leone quería para su protagonista de Por un puñado de dólares a una estrella de algo más de fuste. Pero todas se le iban de presupuesto. Llamó a las puertas de Charles Bronson y de James Coburn, pero estaban cerradas —se quitó la espinita trabajando con ambos más adelante—. Cuando estaba a punto de desistir en su empeño de traerse al viejo continente a un vaquero de verdad, se le apareció un muchachito en busca de fortuna y fama. Clint Eastwood era, por aquel entonces, un práctico desconocido. Había salido en la serie Raw Hide y en algunas películas de la Universal, siempre con papeles testimoniales. Pero enseguida se hizo patente que el chico tenía algo. Era su mirada. Su durísima mirada de cristal.
ANÓNIMO EN HOLLYWOOD
En la segunda mitad de la década de los sesenta, Clint Eastwood no podía pisar una sola calle de Italia sin que se le tiraran al cuello legiones de fans enloquecidos. Sin embargo, en su país seguía siendo un absoluto desconocido. Podía ir a comprar el pan y dar paseos, y absolutamente nadie se giraba a mirarlo. Aunque el anonimato debe tener sus ventajas, él, patriótico y orgulloso como era, quiso cambiar aquello. Así que, con el buen dinero que había hecho con la trilogía del dólar, volvió a casa y se puso manos a la obra. A dirigir y protagonizar películas. Así empezó una de las mayores leyendas vivas del cine.
Por lo visto, aprendió mucho de su etapa en los desiertos de mentirijillas de Almería. Porque lo primero que se lanzó a firmar fueron wésterns. Como mínimo notables. Cometieron dos errores o El fuera de la ley son algunas de estas joyas relativamente tempraneras. Todo el mundo estaba flipando en colores, claro. De la nada (en realidad de Italia) había brotado un artificio cinematográfico perfecto. Un tipo que no solamente tenía olfato sagaz para colocar las cámaras, sino que además era tan rematadísimamente guapo que podía protagonizar sus propias películas. Como Eli Wallach, todos se preguntaban: «Pero, rubio, ¿tú de quién eres hijo?».
Como además de funcionar en términos artísticos, las cosas de Clint Eastwood van como un tiro (un tiro de Colt) también en las taquillas mundiales, hace ya muchas décadas que se le permite hacer lo que le dé la gana. Y, por si a algún productor timorato le empezaba a dar frío en los pies, fundó su propia factoría. Malpaso Productions, cuyo único cometido es materializar las cosas que obsesionan al jefe.
En sus vitrinas descansan cuatro óscares. Ambos por dobletes Mejor Película-Mejor Director. El primero fue Sin Perdón, un (otro) wéstern protagonizado por él, Morgan Freeman, Gene Hackman y Richard Harris —casi nada, ¿eh?—. El segundo, en un cambio absoluto de registro, fue Million Dollar Baby, un cuento donde el boxeo es, en realidad, la excusa para hablar de todas las cosas que importan. Su asignatura pendiente, no obstante, ha sido siempre el premio a su actuación. Algo en su hieratismo o en su cara de mala leche no termina de convencer a la Academia. Pero ¿para qué necesitas óscares cuando eres Clint Eastwood?
En su madurez, comenzó a dar pasos a un lado para dirigir. Ahí está, por ejemplo, su Mystic River, donde condujo a un reparto sobresaliente en una historia sobresaliente. O sus Cartas desde Iwo Jima, un ejercicio intimísimo de reverencia al enemigo donde los protagonistas eran los soldados japoneses de la II Guerra Mundial. Eastwood ha demostrado una y otra vez que puede hacerlo absolutamente todo. Hasta un biopic de Mandela, Invictus, que es el culpable de que media Norteamérica no sepa distinguir entre la foto de Morgan Freeman y la del difunto presidente sudafricano. Se puso tierno con Los puentes de Madison, abrazado a Meryl Streep. Y, de una una forma distinta, también en Gran Torino, dando un paso al frente con un personaje que demuestra que se puede vivir en un mundo nuevo con ideales antiguos y mantener intacto el honor y la bondad.
Su mirada, como todo, se fue ajando con el tiempo. Pero en el porte anciano que luce ahora Eastwood se adivinan aún, claros como el agua, los viejos contornos de su belleza. De aquel muchacho que, con poncho y mula, entró cabalgando a un poblado de Frontera. Empezó por Italia y, desde ahí, construyó su imperio. Su imperio romano. Cumple 94 años y no hay forma de quitarle la cámara de las manos. No hace mucho que se embarcó en su última película como actor-protagonista, la dudable Cry Macho. Y prepara otra. Estaremos viendo. Algunos estaremos siempre viendo.