La Casa de Escritores del lago Seván es un icono arquitectónico del deshielo soviético y también un reflejo del derretimiento del país
27 may 2024 . Actualizado a las 08:16 h.Las Casas de Escritores de la antigua Unión Soviética constituyen un género propio de viaje. El imponente edificio estalinista que una Margarita poseída, en la novela de Bulgákov, quema en Moscú; la «comuna» del escritor Voloshin en Crimea, desde la que Nabókov o Brodksy se exiliaron; la urbanización que acogió a Pasternak en Peredélkino, las más modestas instalaciones de Komarovo o incluso, género aparte, el cuchitril de San Petersburgo donde Raskólnikov mata a la vieja. De todas, solo una es más conocida por sus atributos que por lo que albergó. Paradójicamente, quizá sea también una de las menos visitadas.
No es fácil. Primero hay que ir a Ereván y luego, por carreteras más serenas que sus conductores, llegar al lago Seván, de un turquesa químico y belleza sospechosa. En la península artificial homónima (era una isla hasta que las políticas de riego de los años treinta redujeron el nivel del lago en 20 metros), se puede serpentear casi hasta el final. Casi, porque allí está la residencia de verano del primer ministro, custodiada por la policía. La cima del cerro se la queda el vetusto Sevanavank o Monasterio Negro, construido en el siglo IV y que conserva dos iglesias del IX como protectoras del cristianismo armenio. Y un poquito más abajo, jugando con el paisaje, será la Casa de Escritores la que mejor escriba la historia de una época.
Conviene leerla desde el módulo blanco, una estructura sobria, cuyos balcones redondeados atenúan las aristas del constructivismo soviético de los años veinte. Es obra de los arquitectos Gevorg Kochar y Mikael Mazmanyan, a quienes se les encargó un resort para el Sindicato de Escritores de la República Socialista Soviética de Armenia y quienes no entendieron que 1932 ya era tarde para aplicar estilos tan revolucionarios. Por eso, un lustro después, acabaron en un gulag de Norilsk, del que solo saldrían tras la muerte de Stalin.
La segunda oportunidad de Kochar llegó con el encargo de un nuevo módulo para el complejo. Homenajeó el deshielo soviético y el modernismo socialista, su abanderado en arquitectura. Este café y comedor para la Casa de Escritores de Seván se reconoce todavía hoy como insignia del movimiento.
Si el primer corpus de habitaciones se camufla en la montaña, el segundo es más agresivo: un enorme saliente de hormigón y cristal, sostenido sobre el vacío por solo un pilar. Los materiales componen un artefacto de estética espacial y contraintuitiva. Robusto y frágil, pesado y ligero, se proyecta y nos proyecta hacia la naturaleza para conectar con el lago. Kochar prefiere ahora dialogar con su entorno, agredirlo.
Su osadía es ahora una mueca en el paisaje. El estado del edificio, agrietado, desteñido por el sol y con parches, lo diluye en un lugar que se puebla de galpones y chiringos de veraneo. Se reconoce la monumentalidad que el deshielo de Kruschev llevó a la arquitectura, pero también el derretimiento de su imperio 30 años más tarde. El oficialismo sucumbe a la espontaneidad de Armenia, que concentra en torno a lo que fue un retiro inaccesible sus formas más simples de descanso. Sus aspiraciones y sus frustraciones.
Los archivos nacionales recogen los documentos sobre las visitas de figuras locales como Avetik Isaakyan o Gevorg Emin, y otras internacionales, como Ósip Mándelstam, Vasili Grossman o Simone de Beauvoir. Si hay sospechas sobre el impuesto ideológico para veranear aquí, se pueden leer las odas dedicadas a Seván, pero nunca a su oscura historia: «Pasé un mes disfrutando del agua del lago» y del monasterio que «literalmente fue pavimentado con ardientes losas rojas de tumbas sin nombre» (Mándelstam); el paisaje como un «crudo plato de piedra, negro, azul y del color del óxido», con el lago «de un azul profundo y sin apenas límites» (Grossman) o el «desierto rosado y caótico con un lago azul brillante en el medio» (De Beauvoir).
Todo sigue igual. De hecho, allí aislado, en su habitación mohosa, sin apenas luz, despreciado por los recepcionistas y untado de antimosquitos, el visitante no puede sino sentarse y describir este paisaje irrepetible.