Hollywood fustiga a Scorsese por tercera vez, con un cero sobre diez nominaciones

José Luis Losa REDACCIÓN

CULTURA

Siete premios Óscar ignífugos para el triunfo hormonado de «Oppenheimer»

11 mar 2024 . Actualizado a las 21:26 h.

Cuando dio comienzo esta 96ª gala de los Óscar había dos cuestiones esenciales por resolver. La primera, si el triunfo descontado de Oppenheimer alcanzaría la meta de los 8 premios, la línea que marca la frontera entre las quince películas más premiadas de la Academia y las ganadoras más discretas. La otra cuestión -la más relevante, sin duda- era si el Hollywood rigorista y secretamente reaccionario, que detesta a Martin Scorsese, se atrevería de nuevo a marcarle a fuego su odio otorgando el cero escarlata sobre las diez nominaciones de Los asesinos de la luna, una repulsa que Scorsese ya recibió con precisión matemática en el 2020 con El irlandés y en el 2002 con Gangs of New York.

Las dimensiones del paseo victorioso de Oppenheimer se quedaron a las puertas de la gloria mayor. Sus siete Óscar suenan a gran recolección. Pero se pueden relativizar si se piensa que en el funesto entierro de la sardina del pasado año, la abominable Todo a la vez en todas partes obtuvo un número igual de premios. A mí Oppenheimer me parece cine de solemnidad trucha, de ampulosidad hormonada con esteroides. De emociones ignífugas. Está construida como sinfonía de ruido y de fuego que intenta silenciar todas sus carencias profundas. Y es ideológicamente reprobable en la superficialidad con la que se pasea por la guerra fría, el maccarthysmo o los núcleos del horror de Hiroshima y Nagasaki. Pero Christopher Nolan —su cine lo diagnostica— es un neurótico individualista desinteresado ante todo eso. Y así se entrega a la hagiografía megalómana del padre de la bomba del Enola Gay.

Puedo comprender que el ridículo urbi et orbi de la Academia en la pasada edición, con los laureles a los tunantes Daniels (los perpetradores de Todo a la vez en todas partes) dejaron la imagen de los Óscar en coma. Y de ahí la necesidad imperiosa de ensalzar a una producción de apariencia imponente como la de Nolan.

Pero ese disimulo en parte asumible (es el mercado, amigo) deviene burla del diablo cuando ante ese Oppenheimer se cruza una película seminal como Los asesinos de la luna. Se trata nada menos que de la cúspide de la filmografía de Martin Scorsese como impugnación de la leyenda norteamericana. En ella se desciende a las raíces de la explotación y el genocidio fundacional de los Estados Unidos pero sobre hechos reales acaecidos en el siglo XX. La respuesta de Hollywood es concluyente. Se nomina mucho a Scorsese para en la gala flagelarlo mejor. Hay mucho de ceremonia del puritanismo de brujas de Salem en esta forma de ajusticiar al italo-americano en el ágora. Se daba por hecho el desollamiento. Pero se contaba con disimularlo con el galardón como mejor actriz para Lily Gladstone, actriz de origen nativo que encarna a una mujer del pueblo osage. Nadie lo mencionó pero se cumplían 50 años de uno de los momentos más célebres de los anales de los Óscar: cuando Marlon Brando no asistió a recoger su premio por El padrino y envió en su lugar a una joven actriz india activista, para denunciar la opresión en que vivían. Da igual, porque Gladstone fue preterida como el resto del clan Scorsese.

Bastó que en esa encrucijada surgiese el trabajo formidable y de continua reinvención impúdica y noble de Emma Stone en Poor Things (tan valioso, además, en un momento en el cual el Hollywood post Me Too parece no atreverse o ignorar cómo filmar secuencias de sexo) para que la sentencia capital se precipitase: Scorsese, cero de diez. El realizador de la ceremonia se centraba mucho en el rostro del cineasta. Y en el de Robert De Niro, que es el actor principal de Los asesinos de la luna (se le nominó como secundario) y se desempeña en lo que es, tal vez, el trabajo de más honda precisión de toda su carrera. Ninguno de los dos movió un músculo. Saben bien que son piezas a abatir. Y parece que a su alrededor todos tienen demasiada prisa para esperar pacientemente a que la biología haga su trabajo.

Frente a esta miseria, hubo premios que invitan a cierto optimismo y muestran cómo comienza a notarse cierto peso del voto exterior. El Óscar al guion original de Anatomía de una caída, de la francesa Justine Triet, o las dos estatuillas a La zona de interés, la perturbadora recreación de la banalidad del mal del británico Jonathan Glazer (mejor película extranjera y mejor sonido, una lección de cómo utilizar este medio para generar horror casi silente, frente a la trompetería de Oppenheimer, que amenaza con enviarte al otorrino) reconocen dos obras magníficas. Y laurear al maestro de la animación Miyazaki (por El niño y la garza) y a los efectos especiales de un Godzilla también japonés son decisiones nada autárquicas que pueden ser señal de que Hollywood da ya por agotada las minas de los superhéroes y los multiversos.

Hay también sensibilidad en no dejar ir de vacío el exquisito y emotivo pero amargo cuento de navidad de Alexander Payne Los que se quedan, con ese Óscar como actriz secundaria a la afroamericana D'Avine Joy Randolph.

Los cuatro Óscar que se lleva la segunda vencedora de la noche, Poor Things, muestran cómo Yorgos Lanthimos se ha ido haciendo complaciente, abandonada ya su ferocidad más allá de la desencadenada brillantez de Emma Stone, sin la cual la hábil truculencia del film no se mantendría en pie.

Escucho las patrioteras lágrimas de cocodrilo de costumbre a cuenta de que el cine español se ha ido de vacío de la gala. Hablan de eso como cuando no les toca el Gordo y se sienten abatidos. Veamos, ¿cabe en alguna cabeza bien amueblada creer que la estimable película de Pablo Berger tenía derecho a ilusionarse frente al pope universal de la animación, Miyazaki, o ante la opulencia virtuosa de Spiderman: Cruzando el multiverso?

De verdad, ¿son ustedes capaces de sostener en un debate que La sociedad de la nieve, esforzada y resuelta con cierta inspiración, puede salir con bien de un duelo con La zona de interés, portentosa exploración de los lager nazis en un prodigioso fuera de campo?

Ryan Gosling, como hombre espectáculo, reivindica a Barbie

Después de bastantes años de galas mortecinas, esta 96ª edición pareció recuperar la importancia que el show, los números musicales y el humor afinado tuvieron en la fuerza de los Óscar como espectáculo global. Las celebraciones ante la actuación de Billie Eilish se vio después avalada por el Óscar para una de sus canciones en Barbie. Atención: es el segundo Óscar para Eilish (el primero lo ganó con el ocaso del último James Bond) de tal forma que ella sola tiene ya más estatuillas que las ganadas por Barbie, la malpagada película evento que rompió el box-office este verano. Al rescate de la película de Greta Gerwig salió Ryan Gosling, con una interpretación de I'm Just Ken pletórica, incluido el plano que homenajeaba a Busby Berkeley.

Se supone que en el presupuesto de esta ceremonia deben de entrar una plantilla de guionistas en continuo brainstorming. La última década se la debieron de pasar de huelga. Pero en esta 96ª se recuperó la vieja chispa: fue memorable el dueto Schwarzenegger-Danny De Vito. Este último —cada día se parece más a Alfredo Landa cabreado— brilló especialmente retando desde el escenario a Michael Keaton, con el viejo resentimiento que le guardaba por su rol del Pingüino, némesis de Batman/Keaton, en la segunda de las películas sobre el superhéroe dirigidas por Tim Burton. También se celebró y no sin motivos la broma sobre Spielberg como plausible receptor de fotos eróticas en su móvil.

Robert Downey Jr. fue consecuente con su vida mártir en el discurso de aceptación de su Óscar por Oppenheimer: tuvo especial agradecimiento a su abogado, del que afirmó que se había pasado años sacándolo del trullo en la larga era politoxicómana del actor.

Luego estuvo lo de Wes Anderson, ese tipo supuestamente cool que —aunque es muy rico— engaña a las celebridades para que trabajen gratis en sus películas porque da prestigio. Anderson ganó un óscar por su cortometraje de ficción La maravillosa historia de Henry Sugar, con el que recuerdo que logró martirizarme el pasado año en el Lido, pese a durar solo 40 minutos. A este dandy del sinsentido caradura debió de sonarle a poca cosa y no tuvo a bien presentarse a recoger la estatuilla. Lo daríamos por buena noticia si eso supusiera que se ha retirado a un templo en el Tíbet para meditar sobre su humor zen y prejubilarse. Pero no me hago ilusiones. Nos esperará en el próximo festival, agazapado con su troupe y otra de sus pesadillas audiovisuales color pantera rosa en las que la acción parece congelarse como cuando en un sueño dejas de poder avanzar.

Jimmy Kimmel, de nuevo presentador, estuvo razonablemente en su sitio. Brindó algún gag muy divertido. Como el del tipo que pretende salir a escena en un acto de provocador streaking, en un remedo de la moda setentera que llegó también a los Óscar cuando un tío en pelotas pasó por detrás de un atildado David Niven. Supongo que Kimmel —como medio mundo— se echó a temblar cuando Al Pacino hizo como de shakesperiano Chiquito de la Calzada jugando a abrir y a leer o no leer el maldito óscar a la Mejor Película para Oppenheimer.

Superado el susto, Kimmel se despidió. No sin antes soltar el punchline que nos había reservado: esa conversación fake con Donald Trump en la que se alegraba de que el expresidente se encontrase viendo los Óscar, antes de preguntarse si no era un horario demasiado tardío para los presidiarios.