Con una larguísima trayectoria a sus espaldas, Caine es uno de los actores más queridos y reconocidos de la historia. Su vida está llena de anécdotas apasionantes, como la de cómo conoció a su mujer, Shakira
19 dic 2024 . Actualizado a las 19:40 h.Prepotente, cínico, ocurrente, canalla, genial. Salido de la entraña de los bajos fondos londinenses con un blanco cigarro entre los labios y unos envidiables ricitos de oro. Completaba el estilo impecable con unas poderosas gafas de pasta que, sin embargo, desaparecían cuando la ocasión exigía a un seductor y no a un esnob. El copiloto de Sean Connery en el Kafiristán kiplianiano de El hombre que pudo reinar. El novato que tuvo las agallas y la templanza de dar la réplica al Sir Lawrence Olivier de La Huella. El inglesito que hizo suya la titánica tarea de enseñar a Stallone a jugar al fútbol en Evasión o Victoria. Podría esta lista extenderse dos o tres decenas de párrafos. Los amantes del cine ya habrán caído en que el aquí descrito es ese tipazo conocido como Michael Caine.
El bribón que un día conquistó el mundo —que pudo reinar y lo hizo—, ahora un entrañable viejecito de 91 años, anunció hace poco su retirada. Vivirá los últimos suspiros en el recogimiento familiar, con el grato recuerdo de una vida que ha sido un paseo por el firmamento. Dos películas le abrieron la puerta de aquel Hollywood extraordinario de los sesenta —del que hoy no queda ni maldita ceniza—. Zulú y Alfie. En la primera era un heroico y estirado oficial victoriano que a bayonetazos defendía el honor del Imperio anglo y su corona. En la segunda, un incorregible mujeriego que coleccionaba corazones rotos de bellas damas. Un inicio de carrera difícilmente superable. Encadenó dos registros parecidos entre sí, más o menos, lo mismo que un bote de perfume y un balón de reglamento. Con un poco de empuje de la buena fortuna, en pocos años pasó de ser un rostro desconocido a integrarse en el forraje de las carpetas de las colegialas. Y entonces,claro, llegó el momento de jugar en primera. De ir a la conquista del yanqui.
Su primera pesca al otro lado del charco fue mayúscula. Apenas aterrizado, se ganó el favor y el cariño de un ya veterano John Wayne. Estaba el novato muchacho del East End en el vestíbulo de un lujoso hotel de Los Ángeles. Lejos de casa y un poco desorientado, sin saber muy bien con quién hablar o hacia dónde dirigir sus pasos. En escena irrumpió, como un huracán que llega sin permiso y hace suya la tierra que pisa, Marion Morrison —los más fordianos ya lo sabrán pero, por aclarar, así se llamaba en realidad el pistolero de las pantallas—. Miró de lejos al chiquillo rubio que deambulada nervioso por el hall. Lo reconoció y lo llamo. «Chico, ven aquí. ¿Tú eres el que hizo la peli aquella, Alfie?». Seguramente flipando en colores psicodélicos, Caine acertó a decir que sí, que ese era él. Se quedó un momento Wayne en tenso silencio y, después, emitió su veredicto, que más bien ha acabado convertido en una profecía. «Vas a ser una gran estrella , muchacho».
La segunda parte de la anécdota ya tiene más guasa. A continuación del elogio, Wayne se acercó a Michael y le dijo: «Un consejo. Nunca lleves zapatos de ante». «¿Por qué?», respondió el británico. «Pues porque, como ya te he dicho, vas a ser una gran estrella. Y la gente te va a reconocer hasta en los urinarios públicos. Y muchos se girarán emocionados y dirán "¡Eh, tú eres Michael Caine!", y te mearán en los zapatos». Si el pis en el calzado es la medida internacional del éxito, no cabe duda de que el de Michael Caine debe oler todavía a micción muy reconcentrada.
Brasil, Fulham...
Un gracejo natural y pícaro acabó por convertir a Caine en gran favorito del público. En sus años de veteranía, no ha estado falto de papeles interesantes. Y en muy diferentes facetas. Comedias socarronas, epopeyas de espías o melodramas lacrimógenos. La aparición de su nombre en los créditos iniciales se ha utilizado, en ocasiones, para elevar, en la medida de lo físicamente posible, el interés de infraproducciones cutres y acartonadas. Como aquella pseudosecuela subspielbergiana, llamada Tiburón, la venganza —que vendría a ser algo así como Tiburón 3 ó 4. No sé. Nadie lleva la cuenta—. Su duelo a muerte con el escualo de mentirijillas es considerado por muchos como el punto más bajo de su carrera. Sin embargo, hasta de aquel paseo por los abismos saca Michael el chascarrillo. Cuando le preguntan por qué aceptó semejante guion, suele responder algo así como: «Todos me dicen que la peli es malísima. No lo sé, nunca la he visto. Lo que sí he visto es la casa que compré con lo que me pagaron».
Pero mucho más importante, y hasta más divertido si cabe, es el relato de cómo conoció a su actual esposa, Shakira —cuidado, Shakira I. No la vaya a confundir el lector con Shakira II, la castigadora del fisco—. Hermosísima. Con perdón, pero bastante más que él. Y más joven. 14 años menos. El enlace entre estos dos es uno de esos que parece escrito con tinta imborrable en las páginas del destino desde mucho antes de suceder. Caine vio un día en la televisión un anuncio de café brasileño y cayó prendido. No del aparato, sino de la figura que dibujaba. La muchacha que salía diciendo «compre este café y no otro café y tal y tal...». Una presencia de proporciones áureas y brillante tez morena. En la ficción publicitaria, la chica decía ser tan brasileña como el café. Así que el actor se lanzó a las maletas. Que se iba derechito a Brasil, el hombre. Y no iba parar hasta encontrarla. Con todo listo para salir de aventura, le comentó la cuestión de pasada a un amigo suyo. Como el que menciona que el tiempo se está encapotando. «Por cierto, ¿te dije que me voy a Brasil a buscar al amor de mi vida? Sí, es la chica del anuncio de café, la que sale en la tele». Por motivos narrativos diremos que absolutamente perplejo y un poco convencido de que a su interlocutor se le había ido la olla, el amigo le dijo al actor que parara el carro. Que si se iba a Brasil que fuera de turismo, porque esa pieza publicitaria la había grabado su empresa y la muchacha no era de Sao Paolo sino de Fulham —vamos, el barrio de al lado—.
Que no se infiera de esto, no obstante, que la conquista fue fácil. En esta ocasión, las dotes para el galanteo no solo no sirvieron de mucho sino que incluso estorbaron un poco. A la joven Shakira no le terminaba de convencer lo de salir con una superestrella que era particularmente notorio por dos atributos: el de rubio y el de zalamero. Pero al final le concedió una cita, según cuenta hoy la pareja entre sonrisas más por ver qué pasaba que por fe real en que pudiera brotar algo duradero. La moraleja de todo esto, si es que hay alguna, es que nunca se sabe hacia dónde va a culebrear la vida. Medio siglo de feliz matrimonio llevan ya. Y todo por un anuncio. Uno de café del Brasil. Concretamente de la zona de Fulham, Londres.