Inventaron el perfil de la «vecina de al lado», creando un mito al que querían parecerse mujeres de medio planeta. Sexis, ingenuas y con ombligos más perfectos que una aceituna de Jaén, no les faltó de nada hasta que la edad, para muchas, se volvió el enemigo
04 sep 2023 . Actualizado a las 17:24 h.Cuando Meg Ryan anunció que volvía al ruedo mediático dirigiendo una película para Netflix, en un medio digital quisieron animarla diciéndole que «los sesenta son los nuevos veinte». Si alguien sabe que este paternalismo no es más que una falacia son las novias de América. Aquellas chicas que pusieron de moda a la vecina de al lado —tan ingenua, tan sexi, con ombligos más perfectos que una aceituna de Jaén— vivieron en los noventa su época dorada. Fue la década que consagró la comedia romántica como género con entidad e identidad —las burlas suenan, pero más los números que dejan las taquillas— y que les prometió todo a Julia Roberts, Cameron Díaz o Drew Barrymore. Treinta años después, algunas han conseguido salvar los muebles en un sector patriarcal que sigue viendo a las mujeres como objetos de consumo. Otras se reinventan lejos de los focos, por gusto o por necesidad.
La escritora, guionista y directora Norah Ephron estuvo al frente de películas ahora icónicas como Algo para recordar, Tienes un e-mail o Cuando Harry encontró a Sally. Feminista y mordaz hasta la médula, cuando falleció, la que había sido su gran musa en el cine, Meg Ryan, resistía los envites de la industria como podía. Era el 2012, y el gran público lo último que había sabido de la actriz es que empezaba a desfigurarse la cara y que en el 2008 había conseguido el Razzie a peor actriz por su papel en la película The Women. Ni el thriller erótico En carne viva —no hay consenso entre la crítica: para unos es una obra culmen en la carrera de Ryan, para otros el filme que cavó su tumba— le había dado peor publicidad. Tocada, retocada y hundida, desde entonces apenas ha trabajado delante de las cámaras, salvando Ithaca, un drama en el que volvió a juntarse con Tom Hanks, y del que sin grandes alardes, no salió del todo mal parada.
En la última década del siglo XX solo hubo una pareja que despertase más pasiones que la formada por Ryan y Hanks. Julia Roberts y Richard Gere, que en la madurez sería sustituido por el tándem Roberts-Clooney, hicieron las delicias de los más empalagosos con películas que ahora serían si no censurables sí muy polémicas. Pretty Woman fue el caldo de cultivo perfecto para que con La boda de mi mejor amigo la actriz de Georgia se convirtiese en un pulido diamante que no hacía más que llenar de millones las arcas de los productores que decidían trabajar con ella.
El Oscar le llegó con el nuevo milenio, gracias a su papel en Erin Brockovich, un trabajo que se alejaba de los edulcorados cuentos con final feliz que acostumbraba a interpretar. Su caso es una rara avis. Roberts ha mantenido su estatus de superestrella con motivos más o menos vinculados a su carrera. Títulos como Come, reza, ama o más recientemente Viaje al paraíso, le han permitido seguir en la cresta de la ola, manteniendo a sus 55 años jugosos contratos publicitarios con empresas cosméticas que hacen que hasta la generación Z la tenga como una celebridad incontestable, aunque no tengan ni idea de en qué ciudad está el barrio de Notting Hill.
De Cameron Díaz no se puede decir lo mismo. En el 2018 se reunió con sus compañeras de La cosa más dulce, aquella película de los primeros 2000 que bebía de la misma fuente que Sexo en Nueva York, donde todo el protagonismo recaía en mujeres a las que ahora calificarían de empoderadas. Del encuentro, la mayoría de medios usó la misma declaración de Díaz para encabezar sus crónicas: «Estoy totalmente fuera. Semijubilada. En realidad, estoy retirada». La actriz que revolucionó el cine adolescente con su tupé en Algo pasa con Mary hablaba de sí misma como si a continuación fuese a coger un autocar a Benidorm para bailar «Los pajaritos».
Tras protagonizar más de 40 películas en veinte años se vio, al borde del medio siglo de vida, con el registro de llamadas en blanco. Cameron se había forjado a fuego una imagen de chica cañón y pizpireta que difícilmente tiene encaje en el muy edadista Hollywood. Si le preocupa o no el ghosting ejecutado por esa industria que años atrás la había convertido en la mejor pagada del mundo, es algo que guarda con celo, mientras se reinventa en una suerte de Gwyneth Paltrow. Pero con sentido común. Seducida por el mundo del vino, hace tres años lanzó al mercado una línea que tiene como protagonistas a las uvas catalanas. Además, usa su altavoz mediático para ayudar, a través de varios libros, a que las mujeres se sientan bien en su cuerpo, independientemente de la edad.
Su actual vida, tranquila, nada tiene que ver con la imagen que proyectaron cuestionables productos audiovisuales como Los Ángeles de Charlie o Sex Tape —película, por cierto, por la que también se llevó un Razzie a la peor actriz—. Madre de una niña que nació a través de un vientre de alquiler, a la que se dedica prácticamente a jornada completa, tiene una relación consolidada con Benji Madden, cantante de la banda Good Charlotte.
Una vida tradicional, de peli, manta y cucharita, es la que estuvieron años buscándole sus fans a Jennifer Aniston. De las novias de América, es la única que tuvo más éxito en la televisión que en el cine. Su papel de Rachel en Friends representaba todo lo que estaba bien en los noventa: desde su pelo capeado con mechas hasta su trabajo en Ralph Lauren. Incluso su muy tóxica relación con Ross Geller era objeto de deseo. Pero, sobre todo, cautivaba un misterio eterno: cómo era posible que una chica fuese a la vez tan impecable como desastre y tan encantadora como cruel. Su vida personal, al menos en lo que respecta a la parte amorosa, iba por los mismos derroteros. O así fue hasta que Brangelina puso a Aniston más cerca de Chenoa que de una diva del Planet Hollywood. La aventura entre Brad Pitt y Angelina Jolie dejó a Jen compuesta y sin novio, lo que permitió que el mundo entero imaginase a su antojo una comedia romántica a la medida de la actriz.
Al tiempo que promocionaba comedias a olvidar para la mayoría de mortales, los medios aprovechaban para hurgar en las que deberían ser sus heridas: ¿tienes ganas de enamorarte?, ¿quieres tener hijos? Son preguntas que ganaban o perdían fuelle en función de si Jennifer estaba o no en pareja. Solo una cuestión rompió este incesante interés: su reconciliación pública con Brad Pitt en los Premios Bafta del 2020. Al menos hasta que llegó la perfecta The Morning Show (Apple TV) y por fin le dio una tregua.